Parece que el hecho nunca ocurrió de verdad –no así, por lo menos– pero siempre se ha contado de la misma forma tremenda y cinematográfica: el 31 de octubre de 1517, este año hace quinientos años, el monje agustino Martín Lutero pegó en la puerta de la iglesia del Palacio de Wittenberg sus famosas 95 tesis contra la corrupción de Roma, y con ellas, sin saberlo ni quererlo, le dio origen a la Reforma protestante.
Fue esa la primera chispa de un incendio irreversible y voraz que acabó, para siempre, con la unidad de la cristiandad occidental, y de sus llamas que todavía arden y queman y braman, aunque ya no lo parezca tanto, o aunque eso ya no importe igual porque desde hace mucho tiempo es un hecho cumplido, surgió el mundo tal como lo conocemos hoy: el mundo moderno, la Modernidad.
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Ahora: lo que Lutero quería, según sus propias palabras años después, era todo menos eso, pues su prédica era la de un hombre de fe y un teólogo, un pastor, un profesor severo y temeroso de Dios que respetaba como nadie a la Iglesia Romana, su iglesia, dentro de la cual buscaba propiciar un debate moral y filosófico para purificarla, no ese cataclismo con el que casi la destruye y con el que la cambió para siempre.
En un texto suyo autobiográfico y de la vejez, el prólogo a la edición de 1545 de sus ‘Escritos latinos’, Lutero asegura que acabó metido en el tropel de la Reforma “por accidente”, y pone a Dios por testigo cuando dice que todo aquello fue contra su “voluntad y deseo”, con lo cual se explicaría también el tono reverente y vacilante que sus escritos tenían entonces (en 1517), pues en ellos no latían la revolución ni la ira. No todavía.
La trayectoria intelectual de Lutero, sin embargo, es la del desencanto, la del que arrastra consigo, en el estómago, una insatisfacción muy profunda y sorda y asfixiante, la rebeldía sin tregua de quien vive ahuyentando al demonio –“la tinta con la que escribo es el veneno que le doy”, dijo una vez– pero también a los soldados de Dios que no sabían serlo, los que lo deshonraban con su hipocresía y sus errores.
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Martín Lutero era un católico integral, nada que objetar. En 1501 había empezado a estudiar filosofía y derecho en la Universidad de Erfurt, de la que luego diría que era como un burdel: uno aristotélico y escolástico, eso sí, en el que descubrió su gran pasión por la polémica y su gran desprecio por Aristóteles y la Escolástica. En realidad las leyes de los hombres le interesaban muy poco, y si las estudiaba era para darle gusto a su papá.
Pero en julio de 1505 un episodio lo desvió de su camino, o acaso lo puso por fin en él; juzgue cada quien como quiera. Regresaba Lutero a caballo de visitar a su familia y una feroz tormenta cayó del cielo, con rayos, truenos y centellas. Según dijo en 1539, estuvo a punto de morir aplastado por un árbol, y entonces le prometió a Santa Ana que si lo sacaba de allí se hacía monje.
Dicho y hecho: a los pocos días Lutero vendió todo y entró en la Orden de los Ermitaños de San Agustín, con tanta intensidad y tanto empeño que a los dos años ya era Diácono. En 1508 fue enviado por sus superiores a estudiar teología en la Universidad de Wittenberg, allí se hizo Bachiller en Estudios Bíblicos y en Sentencias y luego Maestro y Doctor; allí se hizo también lo que fue el resto de su vida, un aguerrido profesor.
En 1511, también por encargo de sus superiores, viaja Lutero a Roma: un viaje a pie, de mochilero, acompañado solo por uno de sus hermanos en la Orden. Fue esa una de la experiencias definitorias del ‘hermano Martín’ en su posterior enfrentamiento con el papado, pues Roma seguía siendo entonces el caos medieval que había sido siempre, debajo del cual, sin embargo, se le veía ya la cola al diablo del Renacimiento y la degeneración.
Eso fue Roma para Lutero desde que la vio: Sodoma y Babilonia, el infierno. Con los andamios puestos en la nueva Basílica de San Pedro que el papa Julio II estaba erigiendo sobre la vieja: una descomunal y arrogante exhibición de poder y belleza; el mejor resumen de esa ciudad y esa iglesia sacudidas por el concubinato, la corrupción, la depravación, la simonía, la concupiscencia y el arte.
Por eso, al regresar a Alemania, la obsesión de Lutero es el pecado: el pecado y la salvación. Entonces, como en un rapto, como cuando esa tormenta de 1505 lo desvió de su camino o lo puso por fin en él, relee la carta del apóstol Pablo a los romanos (Romanos 1:17) que dice: “Porque en el Evangelio la justicia de Dios se revela por la fe y para la fe, como está escrito: y el justo por la fe vivirá...”.
Ahí está el otro episodio definitorio de Martín Lutero en su abrasadora guerra interior contra la Iglesia católica: su llamada ‘vivencia de la torre’, cuando se encierra en su habitación a leer a san Pablo y formula la que luego sería la esencia de su doctrina: la salvación está solo en la fe, no en las obras; la gracia de Dios es su infinita piedad, no la hipocresía de los fieles para conquistarla con halagos y penitencias.
Es lo mismo que dice Lutero cuando en 1517 se entera de que un enviado del Papa, el dominico Juan Tetzel, está vendiendo indulgencias (el perdón de los pecados) en la Sajonia vecina. Además con un lema feliz de anunciante de televentas: “Al sonar la moneda en la cajuela, del fuego el alma al paraíso vuela...”. Y con una tabla de tarifas muy cómoda, ¡perdones para todos los gustos, para todos los pecadores, aun los muertos!
Esa venta de indulgencias del año 17, una práctica muy común desde hacía siglos en la Iglesia, tenía por objeto recaudar fondos para la construcción de la Basílica de San Pedro, ahora conducida por el papa León X, Giovanni de Medici, y su arquitecto predilecto, el pintor Rafael Sanzio. En realidad era un negocio mucho mejor: una ‘unión temporal’ (como se diría hoy) entre el Vaticano, Alberto de Maguncia y el banco de los Fugger.
Todos cobraban allí: la mitad para Roma, la otra mitad para sus socios alemanes. ¿Y por qué esa plata no la ponía el Papa, que era un florentino riquísimo, un Medici, nada menos?, preguntaba Lutero. Pero más aún: ¿cómo podían creer ellos que el perdón era algo que la Iglesia pudiera ofrecer y conferir y además vender, como si fuera un perfume? Blasfemos, eso es lo que eran. Mercaderes de la culpa, mercachifles.
Una versión histórica muy difundida y superficial, casi de manual de colegio, sugiere que entre el Renacimiento y la Reforma hay una especie de continuidad, una secuencia lógica: el humanismo liberador del primero como causa de la vocación crítica de la segunda. En realidad es todo lo contrario, pues el protestantismo, o lo que luego se llamaría así, era más bien una refutación de la Italia de los siglos XV y XVI.
Lutero era lo que hoy llamaríamos un ‘indignado’, conservador y moralista a más no poder. Y su voz se levantó, como una tea, justo contra el Renacimiento: contra las indulgencias, contra la venalidad de la Iglesia, contra ese paganismo que había resucitado en Roma y que habitaba en sus templos, sobre todo en sus templos cristianos. Nada podía haber más distinto en el mundo que un monje alemán y un papa florentino.
¿Cómo fue, entonces, que un movimiento así le dio inicio a la Modernidad? ¿Cómo pudo ser una revolución ultraconservadora y fundamentalista el origen del mundo de hoy? La mejor respuesta, a mi juicio, la dio el político e historiador inglés Harold Laski: primero, dijo, por la imprenta, sin la cual habría sido imposible la difusión que tuvieron de inmediato, y en masa, las ideas luteranas. Y segundo, y sobre todo, porque la Reforma fue la coartada ideal, el caballo de Troya para que la burguesía alemana, insatisfecha desde hacía siglos con el papado, se adueñara de esas ideas no por razones morales sino por razones políticas y económicas de conveniencia: para quitarse de encima, con ellas, el yugo de Roma. Ese fue el primer triunfo de los burgueses en su lucha contra toda autoridad, el triunfo contra el Papa.
La Reforma inaugura así tres siglos de guerras religiosas en Europa, al final de los cuales ya no existen ni la unidad del catolicismo ni la autoridad suprema del Papa. Por eso, aunque su propósito era conservador, sus consecuencias fueron revolucionarias: la secularización del mundo, la separación entre la Iglesia y el Estado, la llegada al poder de los burgueses, el triunfo de esa lógica racional por fuera de la fe que es la Modernidad.
Dicen que Lutero nunca pegó sus tesis en ninguna puerta de ninguna iglesia, y que la suya fue más bien una disputa académica y teológica (un incendio) que empezó a circular de mano en mano. Sentado en la punta del volcán el ‘hermano Martín’ lo atizaba. “Es otro monje alemán borracho, ya se le pasará”, dijo de él León X.
Hace de eso quinientos años.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
Especial para EL TIEMPO
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El pasado 31 de octubre comenzó el Año Lutero
En su visita a Suecia, el 31 de octubre, el papa Francisco conmemoró junto con la comunidad luterana los 500 años de la Reforma. “Católicos y luteranos hemos empezado a caminar juntos el camino de la reconciliación”, dijo. Antes del viaje, el secretario general de la Federación Luterana Mundial, Martín Junge, admitió que en los años 80 este viaje “lo habrían calificado de imposible”.
Desde ese día, Alemania está celebrando el Año Lutero (el monje nació y murió en la ciudad germana de Eisleben), con ocho rutas turísticas que permiten conocer la vida y la obra del agustino al que se le deben los 800 millones de protestantes que hay en el mundo.
En Colombia, la comunidad luterana y otras iglesias históricas conformaron un comité para estudiar el impacto de la Reforma en el país.
Glosario: ocho términos claves
Baptista: se caracteriza por su rigurosidad ritual, que contrasta con la espontaneidad de los pentecostales. Para ellos es clave la palabra, la prédica. Su nombre proviene de su doctrina, según la cual el bautismo debe ser administrado mediante inmersión completa a personas que tienen uso de razón. En eso coinciden con los anabaptistas, que no admiten el bautismo en los niños más pequeños.
Cristiano: todo el que sigue a Jesús como salvador. Hay tres vertientes: católicos, protestantes y ortodoxos.
Evangélico: término acuñado por el protestantismo anglosajón para referirse a quienes tienen como eje de su fe la conversión, la experiencia de “nacer de nuevo”, que los impulsa a evangelizar, a difundir el mensaje que Dios envía a la humanidad mediante la Biblia. El evangélico o ‘nacido de nuevo’ no solo cree en Jesús, sino que su fe debe reflejarse en su vida cotidiana, en las cuestiones prácticas. El concepto es transversal al protestantismo, por lo que se pueden encontrar evangélicos en sus distintas denominaciones.
Menonita: disidente de los anabaptistas que acepta la doctrina del reformador holandés Mennón (siglo XVI).
Metodista: seguidor de una doctrina protestante fundada en Oxford, en 1729, por John y Charles Wesley. Para ellos es fundamental la disciplina, el método, sobre todo en el estudio de la Biblia. También se distinguen por ayudar a los más vulnerables.
Pentecostal: miembro de un movimiento que nació en el seno del protestantismo y hace énfasis en los dones del Espíritu Santo, como la sanidad mediante la imposición de manos y la glosolalia. Las entidades religiosas de esta corriente son presididas por un líder carismático.
Presbiteriano: el nombre proviene de una palabra griega que significa ‘más anciano’. Las iglesias presbiterianas se caracterizan por su sistema de gobierno, en el que priman los fieles con más experiencia y conocimiento del Evangelio.
Protestante: hace parte del movimiento religioso que surgió del fraile católico Martín Lutero, construido sobre tesis como que la salvación se da por la fe en Cristo y no por las obras ni por indulgencias que conceda la Iglesia.