Hace 100 años se estaba gestando uno de los principales hechos de la historia de la humanidad: la Revolución rusa, que se desarrolló entre febrero y octubre de 1917 y culminó con la instauración del gobierno bolchevique en reemplazo del caído régimen zarista.
Es interesante ver cómo a partir de ese momento se dio una curiosa relación entre el poder y las artes, especialmente las escénicas, en la medida que jugaban un papel fundamental como estrategia de educación dentro de la nueva ideología y moral soviéticas. En la naciente federación todos los teatros pasaron a ser gestionados por el Estado y el Gobierno pasó a controlar los contenidos que debían estar enfocados en hablar de la felicidad en la nueva Rusia.
De hecho, parece que en los años treinta, el mismo dictador José Stalin, gran amante de esas artes, se ocupaba de escribir las críticas que aparecían en Pravda, el periódico oficial. Por ello una crítica adversa era para temblar, como le sucedió a Shostakóvich quien desistió de seguir componiendo para ballet a raíz de una de esas críticas que lo acusaba de presentar una imagen falsa de los campesinos.
Por otro lado, el Estado no ahorraba esfuerzos para sostener los teatros, las compañías, las escuelas, los centros de investigación y los artistas. Eso permitió que creadores tan importantes como Meyerhold y Mayakovski lograran desarrollar su trabajo con sueldo oficial, en la medida que se presentaran como amigos del sistema, hasta que caían en desgracia.
Meyerhold pudo desarrollar sus investigaciones sobre la biomecánica, tanto en el arte del actor como en el montaje, mientras pregonaba que el arte debía ser sencillo y directo para llegar a todas las masas. Pero, cuando se opuso al realismo socialista, corriente impuesta por decreto, su trabajo fue clasificado como alienante y en una purga estalinista fue fusilado en 1940. Solo 15 años después, cuando murió el dictador, su nombre fue reivindicado.
ALBERTO SANABRIA
CRÍTICO DE TEATRO
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