Desde que alguien puso en mis manos una pluma de escritor, hace 60 años, circunstancia común a muchos jóvenes de mi generación, por lo general para hacer el reclamo por el mundo que nos ganamos en la rifa, vi que uno de los temas más tentadores era intentar lo que dio en llamarse “la novela de la violencia”, lo que significaba “comprometerse”, según la divisa sartreana. Campeaban por entonces 'Viento seco' y 'El Cristo de espaldas', de Daniel Caicedo y Eduardo Caballero Calderón, a las que se añadiría 'Cóndores no entierran todos los días', de Gardeazábal. Se escribieron por docenas, la mayoría bastante malas. Gabo se le apuntó al tema, en busca del premio de novela de la Esso, con 'Este pueblo de mierda', que después se publicaría, en redacción desfigurada por los académicos, como 'La mala hora'. En los últimos tiempos, los propios de la guerrilla y el paramilitarismo, se destacan la obra continua de Jorge Eliécer Pardo; '35 muertos', de Sergio Álvarez; 'Tierra quemada', de Óscar Collazos, y 'Amor enemigo', de Patricia Lara. Uno de los fundadores del nadaísmo, nuestro poeta Amílcar Osorio, escribió en Estados Unidos, en 1966, un prodigio novelesco que ganó mención en el Premio Seix Barral, titulado 'La ejecución de la estatua', que reposa –inédito y a la orden– en nuestros Sagrados Archivos.
Hablaba en principio de la violencia política, precisamente la primera, la liberal-conservadora, en inmediaciones de la muerte de Gaitán, que se cifró en 300.000 cadáveres, aunque este número después se consideró exagerado. De la violencia histórica quedó el testimonio novelesco de Rafael Baena, 'Tanta sangre vista'. Luego llegó la de los narcos, y con esta la producción novelística, a su vez, se disparó. Ya no había que comprometerse ni arriesgarse politiqueando, solamente describir embarques, matanzas y morbo ventiao. De entre estas, nos tocó mamarnos con gusto 'Sin tetas no hay paraíso' y disfrutar con pena la tragedia de 'Rosario Tijeras'.
El segundo punto que contemplé en la adolescencia plumífera fue el éxodo de talentos, en busca de triunfar desde el exterior u ocultarse de la violencia. Iban tras el sueño americano o europeo, no propiamente como sus familiares en busca de buenos ingresos, así fuera achicando mierda, sino para sobrevivir estimados y valorados. ¿No lo había logrado el vendedor de enciclopedias por La Guajira? Por qué no yo, dirían ellos. A esos exiliados voluntarios, los marxistas, que no se permitían perder una, los calificaban de “desarraigados”, terminacho bastante ofensivo por esa época. Pasaron los años, y los colosos se comenzaron a desmoronar económica y socialmente. El terrorismo del que huyeron tocó a la puerta de sus buhardillas. Sonaba la hora del regreso.
Es el tema de la reciente novela de Santiago Gamboa, 'Volver al oscuro valle', título amparado en los versos de Blake: “Ese hombre debería trabajar y entristecerse y aprender y olvidar / y volver al oscuro valle del que vino / para iniciar de nuevo sus tareas”. Parecería un homenaje al Valle del Cauca, donde ahora el escritor residencia. Pero él mismo se desembarra en el camino, cuando comprende que el que regresa es otro y adonde llega es a otro lugar. No hay regreso posible.
La novela, brillante, vibrante, valiente, poética como pocas (en el buen sentido de la palabra), busca ser totalizadora, abarca una amplia área terrestre y nuestros últimos sesenta sangrientos y mugrientos años, muestra el estupor del planeta ante sus indeseables moradores, la lucha de las etnias perseguidas por un lugar que pisar sobre la parda tierra, y la de un pueblo suficientemente castigado en el terror de vivir, para lograr la paz que merece. Y la de los bastardos que tienden a hacerla imposible. (Continuará)
Jotamario Arbeláez