Mi abuela, que era sabia, decía que desde el hijo del cartero hasta el vástago del magnate crecen con la misma y reiterada admonición: “mijito, algún día su merced va a ser Presidente”. Paradójicamente, esa cultura le ha servido al país.
No ha existido una sola elección en la que no se presente una constelación amplia de opciones presidenciables con las condiciones intelectuales, profesionales, de servicio público y de vocación suficientes para garantizar que quien llegue a la Casa de Nariño tenga el bagaje adecuado. Por lo que se observa, las elecciones del 2018 no serán la excepción. Hay que reconocer que efectivamente existe una gama amplia de presidenciables que, aunque a uno le gusten o le disgusten, tienen el suficiente perfil para darles a los ciudadanos un significativo grado de certidumbre sobre el futuro del país.
Así como la tecnocracia económica colombiana es muy sobresaliente y ha sido una de las fortalezas estructurales de Colombia, la ausencia de extremistas, fundamentalistas, chiflados y desquiciados en la presidencia –algo de lo que ningún país está exento– nos ha salvado de muchos desastres. La realidad es que también el cargo se impone. Hasta el mismísimo Trump ha virado, poco a poco, hacia la sensatez a la que obligan las responsabilidades de Estado. Nada menos se esperaría de quien herede la primera magistratura del presidente Juan Manuel Santos.
Para que esa transición sea constructiva para el país, para la gobernabilidad y la institucionalidad, el Ejecutivo no debe tener candidatos. Como consecuencia de las inevitables exigencias de las normas, se va a producir una desbandada de funcionarios, ministros, personajes, consejeros, negociadores y demás, entre los que se destaca, por su obvia relevancia e importancia, el vicepresidente Germán Vargas Lleras. Dicha circunstancia no puede convertirse en un escenario que anticipe la contienda electoral. Ese contexto ineludible no puede traducirse en el primer round de las batallas por venir.
El Gobierno necesita un equipo ejecutivo para el cierre. Las trascendentales transformaciones que se han logrado estarían en riesgo si no hay un ejército de gladiadores defendiéndolas hasta el último día, sin compromisos e intereses asociados con los resultados del 2018. No puede haber un gabinete que tenga un ojo puesto en su oficio y el otro en hacer puntos frente a la sucesión presidencial.
Cuando se llega a momentos tan cruciales como los que está hoy viviendo Colombia, gracias a la gestión de Juan Manuel Santos, no se trata de preservar a toda costa un matrimonio político de conveniencia que haga la vida más fácil. De hecho, todas las circunstancias políticas estarán permeadas por la inevitable –y saludable– prevalencia de los ritos democráticos.
El Gobierno no puede ser víctima de las pequeñas y grandes batallas electorales que se desencadenarán este año. Hay que estar por encima de eso y no caer en la tentación de hacerse parte de una contienda que es marginal para el lugar en la historia que le corresponde a este gobierno. En la medida de lo posible, hay que hacer que los logros paradigmáticos alcanzados en estos ocho años –y no solo me refiero a la paz, sino a una profunda transformación estructural del país– tengan el alcance de políticas de Estado. El riesgo es idealizar la factibilidad de lograr la unanimidad o la neutralidad. La guerra por la paz continuará.
Dictum. Un pueblo boyacense de siglos, de conventos, altares, santos, iglesias, de lana virgen y vetustos muebles se volvió escenario de vivas fiestas y encuentro de amores. Gran destino.
Gabriel Silva Luján