El segundo más importante de la vida lo dedicaré a oír a mi hija leer en voz alta o, tranquilamente, a observarla mientras repasa historias que le producen magnetismo. En aquellas van desapareciendo princesas y superhombres, mientras se llenan poderosamente de personas que han hecho algo importante por otros, verdaderos héroes cuyo recuerdo no se vende en el supermercado.
Toda la suma de los segundos más valiosos los llenaré de su agitado relato de sueños en los que remonta montañas al lado de animales que hablan (cada uno de nosotros en la familia toma forma de alguno). Los viviré de la mejor manera respondiéndole “quién” gana la carrera entre una ballena y un guepardo; de qué están hechas las nubes o cómo será posible que la tierra no caiga de donde esté atada. Mientras crece, intentaré que ese recuerdo no se borre, aunque queda ilusión de atesorar cada día hasta el fin muchos otros nuevos. Una referencia introspectiva que de pronto ni sea mía (o al menos no exclusiva). Es que esto es así, normal, lo que debe (o debería) ser.
Otras circunstancias resultan indescriptibles. Por eso, es contradictoria la experiencia que fluctúa entre pánico y sobrevivencia mientras se abraza a un hijo con mucha fuerza ante un caso como el que acontece: saber que hay una familia que padece la ruptura más dolorosa e inesperada, por decir lo menos, ante la sinrazón.
Solidaridad incondicional; toda cuanta es posible aunque falten letras para manifestarlo, para la familia Samboní; y para tantas otras anónimas que han sobrellevado sucesos similares. Un hombre, seguramente muy enfermo, al parecer crecido entre tantas torpezas e impunidades del arribismo social, habrá imaginado que las personas que habitan un barrio humilde soportan todo y más (o merecen soportarlo).
Huele a artimañas de abogados. Inquieta que pudiera enmarañarse este asunto con la estrategia de defensa de los implicados en otro tan oscuro como el que ha sido obligada a cargar por años la valiente familia Colmenares.
Quien haya querido encubrir, por la razón que invoque (si así fue), es tanto o más sombrío que el criminal confeso. El Fiscal General anunció rigor en ello; ojalá el silencio no gane el espacio. La solidaridad con los Samboní requiere más que indignación colectiva. Necesita alertas a tiempo: una sociedad y medios de comunicación que no olviden ni se dejen confundir.
Gonzalo Castellanos V.