El pasado jueves 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, este diario anunció en su primera página la aprobación en el Congreso de una ley de amnistía que favorecerá a la mayoría de los integrantes de las Farc.
No es exagerado decir que durante décadas dicho titular habría sido idóneo para la misma fecha en la que es común apelar a utopías de la sociedad con humor e ironía. Pero esta vez fue real, no era una inocentada, ni tampoco una expresión más de la inquietante tendencia de millones en el mundo a aproximarse a la realidad a través del lente de la posverdad, que este año mostró sus dientes en distintos rincones del mundo. El asunto para subrayar es que tampoco tuvo la trascendencia de una utopía que por fin se concreta.
Que el grupo guerrillero más antiguo del mundo haya dejado las armas tras cincuenta años de conflicto, luego de firmar un pacto de paz que es así mismo una óptima hoja de ruta para la construcción de un orden social más incluyente, es ya un paso concreto. Este, sobre el papel, tendría que ser no solo el suceso del año, sino argumento suficiente para calificar el 2016 de histórico, en un sentido esperanzador. Y es que se trata del fin de una pesadilla que ha ocasionado 8 millones de víctimas y más de 200.000 muertes. Lo cual ha impedido, como ningún otro lastre, que Colombia avance por una senda que les permita a más ciudadanos llevar una vida digna, con acceso a bienes y servicios básicos.
Pero hay que ser claros en que no todo salió así. Aunque la dejación de las armas de los hombres de ‘Timochenko’ y su ingreso a la política siguen siendo un hecho absolutamente trascendental, una muy buena noticia, el que esta no se haya dado en el marco de un consenso nacional sobre aspectos fundamentales, tanto de lo acordado como de su implementación, es, cuando menos, frustrante.
Así como el cese de la guerra en vastas zonas de la geografía y el alivio que ello representa para miles de colombianos deben encabezar la lista de acontecimientos positivos, la fractura que el trámite de la refrendación dejó en la opinión y en el ámbito político es una mala noticia. Tanto que, como ya se ha advertido, obliga a no bajar la guardia, en especial para garantizar que los avances alcanzados, que repercuten favorablemente en los derechos y la dignidad de las víctimas, se mantengan. He aquí un desafío crucial para el 2017.
Sin embargo, este no es el único logro del 2016 por el que habrá que velar en el año que viene: hubo conquistas dignas de reconocimiento y que por momentos pasan de agache en un ambiente que se ha impregnado de pesimismo, a veces con sobradas razones, como la sensación de desconsuelo absoluto que producen tragedias como la del accidente del avión que transportaba a la delegación del equipo Chapecoense brasileño o la del atroz crimen de la niña Yuliana Samboní a manos de Rafael Uribe Noguera.
Nos referimos a las mejoras del país en las pruebas Pisa, a la tendencia a la baja en las cifras de homicidios, a la reducción del embarazo adolescente y de la mortalidad infantil, revelados en los resultados de la Encuesta Nacional de Demografía y Salud, así como la creciente conciencia sobre la importancia de expresar un no rotundo y colectivo a distintas formas de maltrato, en particular las que tienen por víctimas a niños y niñas, y todas las manifestaciones de violencia por razones de género.
Otros tragos amargos de estos doce meses exigen acciones contundentes. El cáncer de la corrupción, entre cuyos múltiples síntomas hay un preocupante y creciente descrédito de las instituciones –aun de aquellas que, como la Policía, golpeada este año por el escándalo de la llamada ‘comunidad del anillo’, durante mucho tiempo mantuvieron altos niveles de favorabilidad en las encuestas–, impone mucho más que paños de agua tibia.
Y aunque en el 2016 los padecimientos por el clima extremo –la Niña no se hizo presente con el rigor esperado–, la adaptación al cambio climático, la cual pasa también por una lucha sin cuartel contra la minería ilegal, que proporciona la gasolina de nuevas máquinas de muerte como las que encarnan las bandas criminales y las disidencias de las Farc, debe ser una prioridad.
Para enfrentar tamaños retos, bien haríamos los colombianos en tomar nota del tesón y la perseverancia que este año mostraron los deportistas. Si en otros campos el 2016 será para olvidar, en el del músculo será inolvidable. Y lo fue gracias a logros como las siete medallas olímpicas –tres de ellas de oro, algo apoteósico–, el título de Nairo Quintana en la Vuelta a España y el de Atlético Nacional en la Copa Libertadores, entre muchos, muchos otros.
Hay que hacer votos esta noche para que en el 2017 la sensatez y la serenidad tengan un protagonismo mucho mayor que el observado en un año en el cual la acelerada fusión entre realidad y ficción fue de tal nivel que compitió con la firma de la paz como la marca que lo hará perdurar en la memoria de los colombianos.
También es necesario hacer un llamado para que, en medio del ruido y el vértigo propios de la agitada actualidad nacional, no se pierda de vista que la consolidación de la paz, el manejo responsable del gasto público y la coordinación de los distintos frentes –a cual más convulsos– con que tendrá que lidiar el Ejecutivo son desafíos de tal calado que demandan un esfuerzo titánico y liderazgo ejemplar. Poner los ojos en el presente, y no en la cita en las urnas del 2018.
A todos los colombianos, solo resta desearles un feliz año, ojalá en un país cada vez más pacífico y tolerante.
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