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Las bombas de tiempo que ponen en riesgo a América Latina

Las bombas de tiempo que ponen en riesgo a América Latina

Desprestigio de la clase política, corrupción y populismo surgen como males comunes en la región.

29 de diciembre 2016 , 09:07 p. m.

Corrupción, criminalidad, incertidumbre económica, desgaste de los partidos y de la clase política y peligrosas fallas en las instituciones públicas afectan no solo a Colombia, sino a muchos países del continente. ¿Problemas transitorios o graves riesgos para el futuro?

Fue para mí una inquietante sorpresa escuchar, en un reciente foro del Instituto de Ciencia Política, a Diego García-Sayan. Figura relevante del Perú, expresidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, hizo una detenida radiografía de América Latina, de sus logros, pero también de los males que oscurecen su inmediato futuro. No vacila en llamarlos bombas de tiempo. Y lo son, ciertamente.

(Más historias y columnas de opinión de Plinio Apuleyo Mendoza)

Los logros alcanzados por el continente en la década del 2002 al 2012 no son menospreciables. Según García-Sayán, gracias a los altos precios del petróleo, del hierro, del carbón y de otros productos de exportación, el crecimiento económico fue de un 80 por ciento, la pobreza se redujo en un 30 por ciento y la clase media creció en el mismo alentador porcentaje en casi todos nuestros países, con excepción de Cuba y Venezuela, víctimas de un desastroso comunismo tropical bautizado ahora con el nombre de socialismo del siglo XXI. La democracia se impuso al fin a lo largo y ancho del continente, dejando atrás, como fantasmas del pasado, las dictaduras militares.

Después de tal bonanza, la recesión se hizo sentir en América Latina por la baja de los precios del petróleo y el ostensible decaimiento de la economía global, que incluyó a países ventajosamente competitivos como la China. “Sería bueno –escribe García-Sayán en El País de España– que este ‘árbol’ de corto plazo no nos impida ver el bosque amenazante a la estabilidad política e institucional de la región”. Y tras este anuncio, empieza a hacernos un recuento de los males que nos acechan.

Mundo político en crisis

Me sorprendió descubrir que no son exclusivos de Colombia –como muchos creíamos–, sino que son comunes a todo el continente y no podemos tomarlos como transitorios problemas de nuestra democracia. Efectivamente, pueden convertirse en bombas de tiempo.

El primero de ellos es el creciente desprestigio de la clase política. Buena parte de la opinión pública no la percibe como instrumento para resolver problemas, sino como un mundo aparte movido por sus propios intereses. Varios escándalos aparecen asociados a este visible y progresivo divorcio: el declive de los viejos partidos, el voto convertido en una mercancía de compra, la burocracia, el aumento del gasto público, la inflación, el deterioro en los servicios de salud y en la educación y, por encima de todo, los escándalos de corrupción.

La crisis de los viejos partidos es evidente en casi todos nuestros países. Con el tiempo, el fervor que despertaban en las clases populares fue desapareciendo a medida que su lucha por el poder se convertía en una pugna de clanes para disponer, en su provecho, de un manejo irregular de los recursos públicos y de cuotas burocráticas.

En Venezuela, el partido socialcristiano Copei y Acción Democrática, que tenía un perfil parecido al del laborismo británico, reaparecieron de manera triunfal cuando cayó la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. En ese momento, tales partidos aparecían como auténticos líderes y defensores de la democracia. Si uno de ellos llegaba al poder y no lograba realizar una gestión exitosa en cumplimento de las promesas hechas al electorado, el otro partido lograba luego una mayoría de votos para sustituirlo al frente de la administración pública.

Esta libre alternancia en el poder llegó hasta fines del siglo pasado. Encerrados en sus respectivas cúpulas de mando, ambos partidos habían perdido la confianza de los electores. Fue entonces cuando apareció Hugo Chávez como una nueva alternativa para el país –un real outsider–, con las desastrosas consecuencias para Venezuela que todo el mundo conoce.

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Desde luego, bajo la doble influencia de Cuba y del chavismo, Ecuador, Bolivia y Nicaragua tomaron el mismo camino. El llamado socialismo del siglo XXI –versión tropical del marxismo-leninismo– pone los tres poderes en manos del caudillo que lo asume, establece para este una reelección sin límites, persigue la prensa libre y castiga a veces con penas de cárcel a los opositores. Ahora bien, no debe olvidarse que esta es una de las bombas de tiempo mencionadas por García-Sayán que amenazan a los países democráticos del continente por el desgaste de sus partidos y, en general, de su clase política. Tal fenómeno se ha hecho sentir en Brasil y Argentina, y también en Colombia y el Perú.

En nuestro país, el liberalismo y el conservatismo, partidos que dominaron desde la independencia nuestra vida republicana, con un fervor que veces produjo eras de violencia, hoy han perdido esa vieja preeminencia. Nuevos, numerosos y confusos partidos ocupan también nuestro tablero político. La compra de votos se ha vuelto común en muchas regiones. Quienes gracias a este recurso llegan al Congreso esperan reparar estos gastos electorales y recibir por su apoyo al Gobierno cuotas burocráticas, contratos y otras prebendas que la oposición encierra con el mote de ‘mermeladas’. No es ajeno a estas prácticas el desmesurado aumento del gasto público y, por ende, el de la deuda externa.

Fenómeno similar ocurrió en Brasil y Argentina, provocando masivas protestas. De ahí que aparezca un mal que no era propio de nuestros regímenes democráticos. García-Sayán lo define como “falta de legitimidad de la autoridad y de las instituciones”. No es extraño que gobiernos elegidos con aspiraciones de cambio, como el de Macri en Argentina, el que sustituyó a Dilma Rousseff en Brasil e inclusive el de Pedro Pablo Kuczynski en el Perú, no obstante su afán de corregir modelos equivocados, pierdan rápidamente popularidad. La fatiga del elector se manifiesta en una creciente abstención en las urnas cuando la votación, como en nuestro país, no es obligatoria.

Males endémicos

La corrupción, que en Colombia provoca diarios escándalos recogidos por los medios de comunicación, es mucho más común en América Latina de lo que podíamos imaginar. Salpica especialmente al mundo político y a empresas y sociedades privadas que obtienen millonarios contratos del Estado gracias a inescrupulosos funcionarios que, a cambio de secretas prebendas, se los asignan. De allí que ‘político’ se haya convertido en una mala palabra en el ámbito continental.

Quizás la excepción sea Chile, donde subsiste aún una cultura de legalidad y respeto por las instituciones, como lo reveló recientemente Manuel Teodoro en su programa de televisión Séptimo día. Podría pensarse que en Perú ocurre lo mismo, pero el propio García-Sayán nos recuerda que en una reciente encuesta realizada en su país, el 85 por ciento de la gente tenía la percepción de que todos los políticos son corruptos. Desde luego, esta no es una realidad, pero corresponde a un exagerado sentimiento popular.

Es un hecho que el país de América Latina más sacudido por la criminalidad es Venezuela. En Colombia, tal fenómeno, que azota, con excepción de Barranquilla, a las principales ciudades y a vastas regiones del país, se debe al tráfico de drogas, al desplazamiento, al auge de las bandas criminales, que convierten el robo y el atraco en modos de vida, y a evidentes fallas en la administración de justicia que conllevan la impunidad. Países como México, Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua viven igual o peor situación por causa del narcotráfico y la guerra entre pandillas. El robo de teléfonos celulares se ha convertido en el pan diario de delincuentes que encuentran en esta actividad un fácil y lucrativo negocio.

Contrariamente a lo que se piensa, el vertiginoso crecimiento de la clase media no ha sido necesariamente un factor de estabilidad para la región. El mundo rural, que medio siglo atrás tenía un peso considerable en nuestros países, fue desapareciendo en la medida en que su población se desplazó a las ciudades en busca de mejores oportunidades.

Pequeños propietarios engrosaron la clase media urbana. Pero, como bien dice García-Sayán, esta mutación acelerada de sociedades rurales a urbanas tiene profundas implicaciones políticas y sociales. Las ciudades no están preparadas para este inusitado crecimiento. Como ocurre en Bogotá, problemas de movilidad y trasporte público nunca antes vistos provocan constantes críticas en la ciudadanía, culpando a las administraciones locales de falta de planeación e ineficiencia. Los servicios de salud no dan abasto para atender a los millares de personas que acuden a ellos. Una clase media urbana que, gracias a la tecnología, tiene más acceso a la información se convierte en vocera del descontento popular.

Este fenómeno se manifiesta en las principales ciudades del continente. En Lima, por ejemplo, la inversión municipal en vías para facilitar la circulación de automóviles es vista como un privilegio a las clases más favorecidas y un abandono en el mejoramiento del transporte público. Esta combustión social puede ser una de las bombas de tiempo que vislumbra García-Sayán.

El populismo, sin duda, no es una solución sino otra bomba de tiempo que conduce a desastres económicos y sociales como los que sufre Venezuela. El desmedido gasto público, la galopante corrupción, la desconfianza por el mundo político tradicional pueden producir inesperados virajes en detrimento de la democracia y de la libertad de mercado.

Por una parte, advertimos en el panorama continental la presencia de regímenes proclives a un socialismo de estirpe marxista, muy cercanos al castrochavismo.

Por otra parte, nuevos gobiernos como el de Argentina, que busca reparar los profundos males provocados por el kirchnerismo, no encuentran fácil un camino de restauración debido al alto costo de la deuda externa y al enfriamiento de la economía global. La burocracia y la arraigada corrupción se convierten en obstáculos para consolidar un nuevo modelo de desarrollo.

Pese al optimismo con que la opinión internacional ha visto el acuerdo de paz con las Farc en Colombia, el panorama que se vislumbra en el país con miras a las elecciones presidenciales del 2018 es confuso e incierto. Fenómenos como el del brexit en Gran Bretaña, el de Italia y las elecciones americanas nos revelan las sorpresas de un voto cada vez más inconforme y ajeno a los partidos.

Con algunas excepciones, son evidentes en los países de la región las fallas de las instituciones públicas y la ausencia de una autoridad confiable por los sesgos que cobra una clase política sin la antigua validez que tuvo en otros tiempos. En definitiva, son las bombas de tiempo que nos amenazan.

PLINIO APULEYO MENDOZA
Especial para EL TIEMPO

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