Cuando se afirma que el año que termina fue desafiante para Colombia en varios frentes, es inevitable mencionar la economía. Si bien las apuestas desde un comienzo no eran las mejores, la verdad es que los resultados estuvieron por debajo de las expectativas. La cifra definitiva demorará en conocerse, pero todo indica que el crecimiento del producto interno bruto será inferior al 2 por ciento en el 2016, un nivel inadecuado para el país.
Quizás el único consuelo es que estaremos bien por encima del promedio de América Latina, en donde la recesión continúa. El fin de la bonanza de precios de las materias primas le sigue pasando su cuenta de cobro a la región, y nosotros no nos hemos escapado de esa destorcida.
Sin embargo, es importante señalar que aquí se complicaron las cosas en el segundo semestre, pues durante el primero los resultados estuvieron cerca de las proyecciones de los expertos. El verdadero frenazo en la actividad productiva comenzó con el paro camionero que tuvo lugar en la parte media del calendario y dejó daños más profundos que los calculados en un principio.
Peor todavía es que cuando el transporte se normalizó, ni la industria ni el comercio pudieron recuperar la dinámica perdida. La demanda interna, que había sido el gran motor de ambos sectores, dio marcha atrás debido a una reducción en los gastos gubernamentales y a una actitud de mayor cautela de los consumidores.
Diferentes elementos influyeron en el frenazo. La inflación se halla en una senda descendente, pero llegó al 9 por ciento anual en julio. El alza en los precios, vinculada a los alimentos, cuya oferta se redujo por el fenómeno del Niño, golpeó los ingresos reales de los hogares.
A su vez, el aumento en las tasas de interés elevó el costo de los créditos. El reciente deterioro en los indicadores de cartera del sector financiero es un síntoma de que tanto las pequeñas y medianas empresas como las personas de a pie encuentran mayores dificultades para cumplir con sus obligaciones a tiempo.
Por otro lado, la polarización política y la incertidumbre en torno al rumbo del proceso de paz con las Farc habrían influido sobre el ánimo de la gente. Las afirmaciones de un lado y otro llevaron a muchos ciudadanos a posponer decisiones de inversión o compra, con el argumento de que el palo no está para cucharas, como dice el conocido refrán.
Y el ambiente no mejoró con la discusión de la reforma tributaria, que viene de ser aprobada por el Congreso. Así los economistas insistan en que se trataba de escoger el menor de los dos males, pues preservar la sostenibilidad fiscal es clave, nadie recibe de buena gana una mayor carga impositiva.
Algo se salva, claro está. La hotelería se vio fortalecida, y la construcción de obras de infraestructura se proyecta como un renglón de gran dinamismo, mientras el empleo aguantó el chaparrón, según lo muestra el incremento en la población ocupada.
Aun así, hay más ceños fruncidos que tranquilidad. Las esperanzas de reactivación están puestas en el 2017, a ver si cambia el viento. Solo de esa manera se olvidarían los sinsabores de estos meses que, en lo económico, empezaron regular y terminaron mal.
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