Quizás la generosidad sea el tema de fondo de los grandes relatos de Navidad. No solo es el gran asunto de la historia del pesebre, que es la historia del nacimiento del arquetipo de la generosidad, sí, pero también es el testimonio de un padre adoptivo que asumió a Jesús como a un regalo de la vida.
Es, asimismo, el asunto de los cuentos que con el paso de los siglos se han convertido en clásicos del género: para no ir más lejos, El regalo de los reyes magos, del escritor norteamericano O. Henry, que es una de las grandes ficciones navideñas que pueden encontrarse en las librerías, sigue a un par de esposos que sacrifican sus objetos favoritos para darse un regalo de Nochebuena.
Habría que decir, en fin, que la Navidad es una oportunidad para ser desprendido, para ponerse en el lugar de los demás, para sentir compasión. Que es –no cabe duda– lo que ha estado haciéndole falta durante este año a nuestra sociedad polarizada.
Sin duda, una de las más altas manifestaciones de la generosidad es el perdón, la piedad, que es una compañía del dolor ajeno y una resignación ante los reveses de la vida, pero es también una forma de no quedarse anclado en los deseos de desquite, de revancha: si ha habido una constante en nuestra sociedad, en este año que está terminando, ha sido una exacerbación de los deseos de venganza.
Por un lado, ha sido evidente que las redes sociales han estado cargando de venganza a la justicia que toda sociedad necesita para seguir adelante. Se supone que el Estado resuelve por las víctimas, con cabeza fría, los casos que marcan para siempre: los asesinatos, los actos de corrupción.
Sin embargo, por culpa de la sensación de impotencia que produce la innegable impunidad, y por causa de esa exasperación que es la suma de las sentencias apuradas que se lanzan por las redes sociales, este año ha sido el de los linchamientos mediáticos: viceministros, presidentes, alcaldes, ciudadanos, criminales, negociadores de paz, periodistas han sido condenados en las redes antes de que la justicia comience a esclarecer los hechos.
Lo que el Dalái Lama ha querido llamar “una adicción a la ira”, canalizada por los líderes no solo de Colombia, sino también del mundo, ha hecho que las verdades a medias, las mentiras y las pistas falsas sean repetidas hasta el cansancio en este mundo aún nuevo de teléfonos inteligentes y noticias en vivo y en directo y en avalancha.
Se ha acuñado así la palabra ‘posverdad’ para señalar una época en la que a la humanidad se le ha estado devolviendo de la peor manera su capacidad para la ficción, y los gobernantes y los gobernados se han convertido en propagadores de falsedades y de versiones que se encuentran lejos de ser confirmadas.
Si algo ha sufrido esa ausencia de generosidad en Colombia, ha sido el proceso de paz con la guerrilla. La política, mal entendida como la búsqueda del poder, ha entorpecido varias veces el propósito de un acuerdo que libere a cientos de miles de familias colombianas de las costumbres de la guerra: un día habrá que hacer el cálculo de cómo ha afectado los parámetros y los lenguajes de la sociedad haber tenido noticias del horror durante más de medio siglo, pero sin duda puede adelantarse que nos ha endurecido, nos ha hecho proclives a las divisiones en temas fundamentales –como el respeto por la vida– en los que tendríamos que estar plenamente de acuerdo.
Del plebiscito que enrareció el último trimestre del año, porque puso a pelear a una enorme mayoría que está de acuerdo en la búsqueda de la paz y de la justicia, pero difiere en los métodos, pasamos a un referendo aprobado por el Senado –falta aún la discusión en la Cámara– que pretende que el electorado tome la decisión de quiénes pueden adoptar aquí en Colombia: se busca que solo a las parejas heterosexuales, que son el fundamento del 49 por ciento de las familias colombianas, les sea permitida la adopción; se busca desconocer que el 51 por ciento restante, que es la mayoría, ha sido el esfuerzo de padres solteros, y que sus orientaciones sexuales no han tenido nada que ver en el asunto.
Se ha probado con cifras y con estudios psicológicos que un padre homosexual, como un padre heterosexual, no es de ningún modo una influencia en la orientación sexual de su hijo –y se ha denunciado cientos de veces lo complejo y lo innecesariamente tortuoso que es el proceso de adopción en un país en el que los niños aún mueren de hambre y viven expuestos a tantos abusos–, pero, en los tiempos de la posverdad, la ciencia y la realidad, es lo de menos, y el referendo sigue su marcha por el Congreso de la República: se invoca la defensa de los niños, se discute que el derecho a adoptar sea un derecho de los adultos, pero lo cierto es que la vida sigue siendo más ingeniosa que las leyes y que estas tendrían que honrar el amor de tantos padres adoptivos dignos del relato principal de la Navidad.
Son realidades de nuestro país que no se pueden ignorar. Pero hoy es oportuno hacer un alto. Apostarle a la generosidad, como decimos, así como a que esta sea, realmente, una noche de paz, en todo sentido. Colombia necesita apaciguar los ánimos, y estas fechas sí que son propicias para ello, en torno de los símbolos de la Natividad.
Feliz Navidad para todas las familias colombianas, para la de cada uno, como haya sucedido, como haya podido y haya querido hacerla.
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