Las cifras que reveló recientemente el Departamento Nacional de Planeación (DNP) en relación con el narcomenudeo en Bogotá son aterradoras. Y responden a lo que ya habían analizado las autoridades encargadas de la lucha contra tales mafias: el auge del consumo interno de estupefacientes está disparado, lo cual demuestra que el negocio viró sustancialmente, con inevitables consecuencias para el país.
Desafortunadamente, la capital es, hoy por hoy, uno de los principales centros de consumo de éxtasis, marihuana y cocaína. La estructura criminal detrás de este mueve, solo en Bogotá, cerca de 550.000 millones de pesos al año. Únicamente por cocaína, el monto asciende a 425.000 millones. Si se suma el consumo del departamento de Cundinamarca, el total llega a 707.000 millones, el más alto después del Valle del Cauca, donde alcanza los 1,3 billones de pesos.
De ahí que el director de Planeación Nacional, Simón Gaviria, principal impulsor del estudio –que aborda el tema desde la perspectiva del auge de la economía criminal–, esté llamando la atención por la rapidez con que avanza la “transición hacia un país consumidor”, que hoy basa la rentabilidad del narcomenudeo en las redes de distribución.
Lo grave del asunto es que esas redes, que asumen todos los costos de la cadena, una vez solidificadas pasan a ser estructuras criminales que se hacen con el control de las demás rentas criminales de la ciudad –hurtos, atracos, extorsión– y, por ende, con el monopolio territorial.
En esta cadena son los jóvenes quienes pagan el costo más alto. No solo son presa fácil de las mafias en cuanto a la demanda del consumo, sino que, dada su propia vulnerabilidad, se convierten en blanco ideal a la hora de ejercer dicha actividad. Según el informe del DNP, el 26 por ciento de las capturas que se producen en Bogotá se dan por estupefacientes. Los jóvenes de entre 14 y 17 años tienen el doble de posibilidad de ser capturados, y el triple quienes están entre los 18 y los 28 años.
Toda una desgracia, por donde se la mire. La rentabilidad de este macabro mercado local se da a través del ‘regalo’ de tales sustancias en lugares donde suele haber mayor concentración de muchachos. Es preocupante y triste que el 25 por ciento de los hombres que son capturados y el 30 por ciento de las mujeres son drogadictos.
Se trata de un cáncer que se expande rápida y peligrosamente, que expone a la sociedad al peligro y desnuda la poca eficacia de los programas de prevención y lucha contra este flagelo. Prueba de ello es que en las encuestas de la Red de Ciudades Cómo Vamos, el microtráfico y el consumo de estupefacientes son una constante entre las razones que aduce la gente para considerar que su ciudad y su barrio son inseguros.
La dimensión de este fenómeno es lo que ha permitido el surgimiento de estructuras como las que existían en el ‘Bronx’ o de criminales como el asesino de 11 mujeres en los cerros de Bogotá, o el que acabó con la pequeña Yuliana en el nororiente de la ciudad.
Como lo plantea el director de Planeación, ha llegado el momento de librar la lucha en nuestro propio patio. Ya no son los carteles de antaño, a los que había que perseguir más allá de las fronteras. El problema está acá, en las entrañas de nuestras ciudades, y en esa lucha el Estado y la familia resultan fundamentales.
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