Durante un año largo estuve encerrado en mi estudio de Chapinero Alto, a la vuelta del apartamento que ocupaba con mi familia, no en el plan de disfrutar de un ‘desnucadero’, como acostumbran los bohemios de todo tipo y habría sido mi sino, sino entregado a la investigación de las conductas delictivas conducentes al asesinato, en especial con ribetes mórbidos. Esto, en vista de la proliferación de monstruosos psicópatas que habían hecho historia en Colombia, y ante los cuales un escritor no debe pasar sin dejar el esputo de un testimonio. Me acompañaban los siete mil volúmenes bien habidos de mi espesa biblioteca y mi conejito Playboy que saltaba en mi florido jardín y al que destrozara el perro de mi casero, que habitaba más allá, en una cabaña de santón hippie.
No me detuve demasiado en la tipología criminal planteada por Lombroso. Según el investigador veronés, el monstruo se puede intuir por la configuración craneana y otros indicios físicos. Me alejé de él cuando planteó que todos los genios eran locos y los locos tendrían más acendradas tendencias al delito por cuanto su razonamiento era endeble. No podía aceptarlo. Casi todos mis amigos son genios, aunque Gonzalo Arango terminaba definiéndolos, además, como locos y peligrosos. Incursioné más bien en las conductas y la filo sofía de los personajes del Marqués de Sade, cuyas obras completas no he cesado de manducar, de 'Justine y Juliette' a 'Las ciento veinte jornadas de Sodoma', pasando por 'La filosofía en el tocador' y 'Los crímenes del amor'. En ellas, con un fondo de terca lujuria, se plantea que el vicio tiene todas las de ganar y, en cambio, la virtud termina en escarnio. Y que el libertino, asistido por poder y riqueza, tiene plena libertad para satisfacer su delirio, así conlleve el dolor y quizás la muerte del o la paciente elegidos, con mayor emoción cuanto más desvalidos. Me fue esclarecedor el ensayo de Maurice Blanchot, quien plantea que en estos casos el criminal sexual de lo que menos se preocupa es del resultado de su fechoría (“Si hace mal a otros, ¡qué voluptuosidad! Si los otros se lo hacen a él, ¡qué goce!...”), concepto que refuerza citando a Sade: “El patíbulo mismo será para mí el trono de las voluptuosidades, allí desafiaré a la muerte, gozando del placer de expirar víctima de mis maldades”. Y va más allá en su razonar espantoso: “El verdadero libertino goza hasta de los reproches que le merecen sus execrables procedimientos. ¿No hemos visto que gozan hasta de los suplicios que la venganza humana les preparaba, que los sufrían con alegría, que observaban el patíbulo como un trono de gloria donde les habría consternado no perecer con el mismo valor que los había animado en el execrable ejercicio de sus maldades? He aquí al hombre en el último grado de la corrupción reflexionada”.
La mente perversa, la del sádico, raptor, torturador, violador, asesino, suele ser relacionada con prospectos de clase baja, que a su vez fueron maltratados, vejados, violentados, estuprados. Allí quedan contemplados varios de los monstruosos asesinos y violadores de este período de sesenta años de guerra. Pero entendí por mis rigurosas investigaciones sadianas que funciona con más veras en personajes de estrato alto, gente play, a la que nada le falta sino el toque sofisticado del crimen atroz. Los que comienzan con la suave seducción, la violación paga, y a medida que el cuerpo de deseos se los pide terminan con la violencia y el totazo letal. Sentí que el estudio se me iba cargando de una energía mefítica. ¿Qué tal que en un lugar así confluyera una mente perversa? Lo abandoné con este bagaje que me servirá para escribir algo. Lo tumbaron y construyeron un edificio. El Equus 66.
Jotamario Arbeláez
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