Luego de más de cinco años de guerra, destrucción y cenizas, la ciudad milenaria de Alepo pierde su alma. Allí no ha habido piedad, solo sangre, ira, odio y destrucción. No ha habido corredores humanitarios ni ánimos de frenar una locura, el mundo solo ha asistido como cínico espectador en su butaca de intereses y mezquindades.
Ni un solo hospital queda en pie; ningún barrio ha sido ajeno a las bombas y a las metrallas, a una guerra total de un megalómano dictador, de rebeldes que han sido dejados de lado y fanáticos yihadistas que libran su guerra particular.
Cinco años después, una ciudad fantasmagórica y semiderruida es el testimonio último de la banalidad y la locura del ser humano. Antes fue Sarajevo, y también Nagorno Karabaj, Stalingrado, Coventry, Dresde, Leipzig, Berlín y tantas otras urbes destruidas milímetro a milímetro en una paranoia de muerte y terror perfectamente calculada.
Que nadie cierre los ojos a una evacuación que no es, sino a las represalias, a las ejecuciones, como las que están sucediendo estos días. Para Asad, esta es una victoria simbólica, con un coste de vidas humanas que a nadie le importan. Allí no vale nada ninguna vida. No puede haber paz de verdad si Al Asad sigue al frente de un poder otrora omnímodo, despótico, pero ahora asentado sobre miles de muertes. Por mucha ayuda que directamente esté prestando el Kremlin, sin escrúpulo y conocedor de que Siria sigue siendo su puerta trasera en esta parte tan convulsa del mundo. A ello únase la brutalidad del Estado Islámico. Los rebeldes, los opositores al régimen son tachados por Al Asad y los rusos de terroristas, en una equiparación mezquina pero sumamente interesada. Y el coctel es imposible.
La gran ofensiva concluye, y el Gobierno, sin otra legitimidad más que las armas y el miedo, además del silencio de Occidente y un hipócrita Consejo de Seguridad, dinamitando la ciudad, sepultando toda vida inocente, todo derecho y dignidad humana. Siria continúa desgarrándose, destruyéndose cada día que pasa. Al Asad ha resistido durante estos años. Le han sustentado, pero también ha sido y es visto como el mal menor. El mal de las hipocresías de muchos.
Alepo, la ciudad más populosa del país, ha sido en los dos últimos meses el epicentro de casi todas las guerras. El rompecabezas donde las piezas y las tensiones religiosas, étnicas y políticas se enfrentan sin piedad. Asedio. Pólvora y muertos. Solo muertos. Un pueblo que se ha autodestruido. Represión y tortura. Locura en estado puro. Un tirano y una minoría radicalizada que se aferran al poder, masacrando a su propio pueblo. Un pueblo fracturado, en el que se colaron salafistas, muyahidines, yihadistas; frentes escindidos de Al Qaeda como el Frente Al Nusra y el nuevo Frente Al Nusra, hoy roto en tres frentes antagónicos: el que apoya al tirano, el que quiere invertir el paso de su propia historia y el Estado Islámico. Suníes frente a chiíes alauitas, salafistas y califales en guerra total. Contradicciones étnicas y diversidades culturales dentro de un ensamblaje islámico que maquilla un Estado de falsa democracia y amoralidad infinita.
¿Cuántos muertos más hacen falta para parar esta deriva feroz? Cuatro décadas de represión hermética, de silencios impuestos, de cárcel y asesinato, de destruir incluso a Líbano y ser ahora un aliado fiel e interesado del teocrático Irán. No hay salida en el callejón sirio. No la hay. La diplomacia de los candelabros ha hecho el resto, dejando a su suerte a un pueblo sin derechos y que es masacrado.
¿Qué modelo de democracia es posible en Oriente Medio? Ninguna. ¿Y cuál traía una fracasada primavera árabe? Sueños desnudos. Siempre en Oriente Medio se ha dejado hacer. La paz no es un negocio. Hemos llegado demasiado tarde, consentido y apostado demasiadas veces que la situación del mundo árabe no podía cambiar, y cuando lo han intentado, les hemos dado la espalda. El precio que tienen que pagar los pueblos árabes para desprenderse de una casta política tirana, represiva, abusiva y déspota es un precio que solo ellos pueden pagar y deben pagar.
La encrucijada de Oriente Medio no necesita más pirómanos dispuestos a incendiar la región. Siria es un satélite del régimen teocrático iraní. La partida está a punto de acabar sobre un tablero de sangre y terror. Y Alepo es el último bastión. El futuro es incierto. Alauíes y suníes deberán mirarse a la cara, enterrar odios y rencillas. ¿Qué sucederá el día después? Los sirios escribirán su futuro sobre miles de cadáveres, millones de refugiados y escombros, pero dilucidar en este momento qué futuro les aguarda es una incógnita en un país roto, devastado por el odio y el asesinato.
El mundo se puso una venda y prefirió una dinastía genocida en pos de su estabilidad, no la del pueblo sirio, ni tampoco la del libanés, ocupado, sojuzgado y conducido por Siria hasta hace bien poco. Siria es el mayor fracaso de Occidente en este momento.
Abel Veiga