Su nombre es Ricardo. Conduce un desgastado taxi ‘zapatico’, de esos que hemos criticado aquí mismo, que se escabulle entre los trancones con la misma frialdad con que desafía buses y camiones. Para Ricardo no hay espacio perdido en medio del tráfico. Lo tomé esta semana, entre el centro y la oficina; unos 40 minutos de viaje que valieron la pena por el personaje que resultó ser este taxista.
Ricardo recorrió con infinidad de historias parte de la geografía bogotana. No hacía pausas. Era un torbellino de anécdotas que iban desde los focos de inseguridad en el centro hasta la fritanga del Samper Mendoza. Fue más o menos así:
“Cojamos por la décima que a esta hora (12:30 p. m.) debe estar vacía... Esto es un antro, sobre todo por la noche; entre la 26 y la sexta, eso, mejor dicho, no hay es que asomarse... El otro día pasaba por acá y a una pobre pelada yo vi que se le vinieron cuatro manes a joderla; entonces le pité para que se subiera al carro, y ella como que entendió. Y la saqué de ahí. Pero al otro día, como a las 7 de la mañana, volví a pasar y me cayeron los mismos manes. ‘Entonces qué, pirobo, va seguir sapeándonos o qué’, me dijo uno, y yo le contesté: ‘Hermano, pero si era mi mujer’. Y me salvé de esa.
“Por la Caracas es igual. Allá usted puede ser grande y lo que quiera, pero lo agarran entre cuatro y lo empelotan. Un día me bajaron la plata y dos celulares que me habían costado millón ochocientos. Ah, yo no me aguanté y le quité la antena al taxi –que es de acero– y me les fui detrás, los encendí a cable y recuperé todo. Pero apareció la policía y el agente me dijo que tenía que denunciarlos. Fuimos a la URI y un pelado de esos no hacía sino llorar en el carro. Hasta le ofreció plata al policía para que lo dejara ir. ¿Y sabe qué?, le dijo el agente: ‘Este es el procedimiento: el señor taxista tiene que poner el denuncio por robo, pero ustedes también lo pueden denunciar a él por lesiones personales’. ¿Ah? Me provocaba darle un puño a ese tombo.
“Uno ya no sabe qué hacer. Recogí a una pelada bonita y la llevé al Country Sur. Ese es un barrio bueno, elegante. Y cuando la dejé, me cayeron dos manes y me bajaron hasta la llave del carro. Yo creí que a ella también la iban a atracar, y qué va: ¡era la cómplice!
“Mi mujer tiene un localito en Galerías. Yo a veces la invito a almorzar en la Fonda Paisa de la 57, que por 15.000 pesos podemos comer los dos. O la llevo al Samper Mendoza, ¿lo conoce? Uy, allá se come la mejor fritanga de Bogotá y el mejor pescado. Y se ve el mejor fútbol. Ahí está la tienda ‘Donde Mario’. Ahí se la pasa Basílico y Cañón. De allá salió Ernesto Díaz, todos tuvieron cuna ahí. Yo jugué en las reservas de Santa Fe. Estuve en un equipo que salió campeón, se llamaba Amenaza Verde. Hace como dos años no toco un balón. De ese barrio también es el papá de Jhon Pinilla, el mejor en micro, pero se volvió ‘picado’, hasta le da pena mencionar el barrio. Cuando pelados apostábamos una coca cola litro, de vidrio, al que hiciera más ‘veintiunas’. Yo una vez me hice cuatrocientas...
“Hoy me toca decirle a mi mujer que no vamos a almorzar. Voy al Meissen. Eso va a estar caliente, vamos a velar a un compañero que mataron por robarle el producido. Se le llevaron todo. Pobrecito. Y eso que era del barrio”.
ERNESTO CORTÉS FIERRO
Editor Jefe EL TIEMPO
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