Si bien ignoro en qué nivel exacto de lecturabilidad me encuentro, con seguridad no es en el de un libro al año, ni en el de quienes dicen pasar de cincuenta en idéntico lapso. Además, aplicado lector como soy, cargo conmigo dos manías invencibles: jamás compro ‘ipso facto’ un libro declarado por los medios como “el del año”, ni menos me obligo a posar de haber leído ya el laureado en fin de semana anterior por reseñadores o críticos de oficio.
Al contrario, siempre me las apaño con dos libros a la vez: subrayo y anoto; tacho y destaco; llego al final o desecho todo en la página diez; guardo con cuidado o arrumo por ahí, en fin... Pero nunca, que recuerde, había devorado, literalmente, quinientas páginas de atrás hacia adelante, dejado el volumen en turno durante tres meses y vuelto a leerlo, fecha a fecha, del final hasta el comienzo, en sus 38 apartados.
Pues en esas pensaba cuando, ya avanzado diciembre, he decidido, sin sugerencia ni recomendación de nadie, contar en esta columna que mi libro en el 2016 se llama ‘Historia oficial del amor’ (Alfaguara), del joven escritor y columnista Ricardo Silva Romero. ¿Por qué lo digo? Hombre, simplemente porque, dentro de mis personales cánones éticos y estéticos bajo los cuales leo (es decir, atiendo y discurro y discierno y evalúo y califico, a mi manera), este libro me parece un auténtico fuera de serie, o sea, imposible de encasillar en un único y estrecho molde calificativo de las letras.
En efecto, Silva ha escrito una gran novela, pero en cuyo extenso paginaje prevalece la clave de crónica, en muy buena parte sobre hechos y realidades junto a los cuales apenas asoma, de cuando en cuando, la ficción. Por eso creo que cuanto los escritores llaman la forma o el método, en este caso adquiere, en lo más, una connotación de drama, tristeza, tragedia o desencanto, pero no producto de la fantasía autoral sino apenas reflejo fiel de la impronta vigente en la vida colombiana durante 77 años.
Como narrador y como actor de la obra, Silva Romero reconstruye, a partir de sus valientes y casi heroicos ancestros (Romero Aguirre, Romero Buj) sucesos espantosos llovidos sobre la sociedad colombiana que por sus mismas maldad y sevicia, odio y fanatismo, barbarie y crueldad, se engarzaron, y aún permanecen, en el más íntimo sentir de algunos ciudadanos.
El infierno del 48 con el Bogotazo y la nunca esclarecida autoría por el asesinato de Gaitán; la Violencia fratricida desatada entre los partidos políticos de ahí en adelante; y el holocausto del Palacio de Justicia (mientras se “defendía la democracia, maestro”) son solo tres de las inenarrables catástrofes de este país de nadie que Silva, armado con su pluma sencilla, diáfana y madurada a golpes, ha entregado (discreto, sin aspavientos ni aparatejos publicitarios) para enaltecer la bibliografía imperdible de la Nación.
Pero, un momento, que no he escrito lo principal. O sea, comprobar que ‘Historia oficial del amor’ es, íntegra e indefectiblemente eso: un vasto poema en prosa cuya honda densidad, en donde se recuerdan las lacras más infames que haya soportado una sociedad decente, ha sido posible evaluar, con la distancia de los años y gracias al talento de un niño tímido, a la postre estupendo escritor, de qué es capaz el más hermoso sentimiento de la humanidad si, como en sus antepasados, sus progenitores, sus contemporáneos y quienes les sigan, el acendrado amor que los preside jamás pudo degradarlos por el terror, sino al contrario: impuso catapultarlos como digno ejemplo para muchos, según lo muestra Ricardo en esta obra que recuerda por qué somos como somos.
VÍCTOR MANUEL RUIZ
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