Ha dicho el flamante nuevo presidente de la mayor potencia mundial en su primera entrevista como mandatario electo que cree que “por ley debo tener al menos un dólar de salario, así que me llevaré eso, un dólar al año”.
Sirva esta declaración para comprender lo que es el tan mentado y sacado a colación populismo. Este gesto es a todas luces populista, pero es tremendamente efectivo para seguir congraciándose con la tremendamente rabieta con el establishment clase media baja norteamericana, la que lo aupó a la poltrona presidencial.
Este gesto, a todas luces populachero, no es nuevo; ya lo hizo su antecesor Herbert Hoover, otro presidente con tintes fanfarrones como Trump, o el mismo Steve Jobs, uno de los fundadores de Apple; es decir, nada nuevo bajo el sol. Si a ello unimos que Donald Trump es el primer postulante a la Casa Blanca que no hace pública su declaración de renta, entenderemos lo populista de esta pomposa declaración.
El populismo está presente en todos los espectros políticos, avanza entre los votantes de derecha, pero también entre los de izquierda. El populismo de derechas se debe más a factores culturales. El de izquierda, a componentes económicos. El ejemplo más palmario de esto es que el primero avanza inexorable en el próspero norte de Europa y el segundo, en el sur del Viejo Continente, muy golpeado por la crisis económica.
En cuanto a nuestra Latinoamérica, y según apuntan Axel Fraiser y Gloria Álvarez en su libro El engaño populista, el populismo se asienta en cinco pilares, a saber: el odio a la libertad individual con la consiguiente idolatría del Estado, el complejo de víctimas, la obsesión igualitaria, la paranoia antiliberal y el arrogamiento democrático.
En Latinoamérica, como en otros lares, los populistas hablan siempre de colectivos, mas no de personas, y dividen a la sociedad en dos bandos antagónicos que combaten entre ellos para imponer su dominio, los explotadores y el pueblo, la gente y la casta. Esta perspectiva estaba presente en los discursos de Fujimori, Chávez o Kirchner, y lo está actualmente en los de Maduro y Ortega.
En Europa, por su parte, se vive una oleada de populismo como no se había conocido en décadas, caracterizada por un populismo antiinmigración en los países ricos del norte y por un populismo anticapitalista en el sur; las dos variantes se declaran antisistema. En el sur del Viejo Continente, Podemos en España, el Movimiento 5 Estrellas en Italia y la Coalición de la Izquierda Radical Syriza en Grecia esgrimen un discurso basado en la lucha de clases, el intervencionismo estatal, críticas a la troika, al FMI y demás instituciones liberales, planteando la nacionalización de la banca como panacea. Por su parte, la señora Le Pen, presidente del Frente Nacional francés, exhibe un discurso marcadamente antieuropeísta y xenófobo. Lo mismo valdría para el Partido de la Libertad en Austria, el de los Fineses en Finlandia, el del Pueblo Danés en Dinamarca, el PPV de Geert Wilders en Holanda y, en su medida, el Ukip británico de Nigel Farage.
El que ambas variantes populistas compartan planteamientos se demuestra con las declaraciones de unos sobre los otros; así, la ultraderechista Marine Le Pen expresó su apoyo a la radical izquierdista Syriza cuando dijo: “Hay una fractura en Europa que pasa por que el pueblo recupere su fuerza frente al totalitarismo de la Unión Europea y sus cómplices, los mercados financieros”, para continuar diciendo: “Eso no me convierte en una militante de extrema izquierda”. No es de extrañar que el principal caldero de votos del Frente Nacional francés sean los antiguos militantes comunistas o que tanto la señora Le Pen como el líder de Syriza, Alexis Tsipras, sean admiradores del autócrata Putin.
El exponente más cercano en Europa del populismo sin recato es la campaña del brexit en el Reino Unido, que obtuvo el 52 por ciento de los votos, pero recordemos que en mayo del próximo año se convocarán elecciones presidenciales en Francia, y no descartemos que el Frente Nacional gane no solo en la primera vuelta, cuestión que ya logró en el 2015, sino incluso en la segunda, pudiendo aupar a la hija de Jean Marie Le Pen a la más alta magistratura del país que fue cuna del parlamentarismo moderno.
En Austria la regla se rompió. El ultraderechista Partido de la Libertad de Norbert Hofer concurrió a las elecciones del pasado 3 de diciembre como favorito a la presidencia. Sin embargo, el ecologista e independiente Alexander Van der Bellen ganó, evitando que Hofer llegara a ser el primer gobernante de extrema derecha desde la Segunda Guerra Mundial.
La seducción populista
Entonces, ¿por qué el populismo es tan atractivo entre gentes de países con una cultura democrática asentada como es la de Europa Occidental y sobre todo en Estados Unidos, primera democracia europea y en donde nunca ha habido un dictador? La respuesta no es fácil, pero algunos indicios nos pueden ayudar.
Todos los líderes con veleidades populistas son transgresores de las formas usuales de hacer política, y esto es del agrado de los que se sienten marginados por lo que se da en llamar la clase política, alejada de los problemas reales del ciudadano de a pie.
De Bruselas a Washington, el abismo entre la élite política y el sentir de la masa es evidente. Lo políticamente correcto y las disposiciones de los burócratas de la Unión Europea o de Estados Unidos, que afectan el día a día de los ciudadanos, son vistos por estos como imposiciones de los que se arrogan la sapiencia de lo que ha de ser.
El enfado populista es evidente, y solo faltaría alguien que lo canalice. Este se ha hecho evidente con el brexit en el Reino Unido, con el No en el plebiscito colombiano o con la victoria de Trump en Estados Unidos, y lo peor de todo es que parece que no se queda ahí.
La Unión Europea se hizo obviando a una gran parte de la población que no se sentía identificada con ella y con su, hasta ahora, incuestionable integración regional. En algunos casos se aprobaba esta integración en los parlamentos por los políticos profesionales, lo que fue visto por una parte de la ciudadanía como una clara exclusión. Mientras la bonanza económica duró, no hubo mayores dificultades en controlar ese sentimiento en contra, pero cuando la crisis de cernió sobre Europa, la cosa cambió. Lo que se suponía como algo propio de Latinoamérica y del tercer mundo empezó a verse en Europa y EE. UU.
El populismo no es una ideología, nace de la gente –el pueblo dice–, se convierte en un antagonista del poder establecido, de la clase gobernante. Los populistas canalizarán a ese pueblo que no se siente representado por el sistema.
Es difícil explicar a un ciudadano de a pie, golpeado por la crisis, que durante el trance económico del 2008 al 2010 se utilizó su dinero para salvar a los bancos. Esto hizo que el orden político y económico se deslegitimara a ojos de la ciudadanía y sentó las bases del descontento social que hábilmente están canalizando advenedizos de la política como Trump, Marine Le Pen o Tsipras por mentar a algunos.
Este auge del populismo y su furibunda animadversión a las instituciones económicas y políticas tradicionales nos muestran que estas instituciones tienen dilemas intensos y fundamentales. Este establecimiento político y económico, de clara orientación cultural progresista, se encuentra con la reacción de una parte importante de la opinión pública que no ha visto encauzadas por los políticos tradicionales clásicos sus opiniones y anhelos.
Tal resistencia a los postulados progresistas estaría concentrada en generaciones más veteranas; pero no solo en estas, sino también en las capas de la población menos educadas o pertenecientes a mayorías religiosas o raciales.
Episodio final (de momento)
Obviando el rechazo que causaba en una parte importante de la sociedad norteamericana la figura de Hillary Clinton, quienes eligieron a Trump tienen en común un repudio a la política tradicional. Muchos de ellos no tienen estudios universitarios, 7 de cada 10 en los hombres y 6 de cada 10 en las mujeres, normalmente blancos y trabajadores. El que casi un 30 por ciento de los votantes hispanos votaron por el magnate hotelero explica también cómo el discurso antiinmigratorio caló entre los latinos legales en Estados Unidos.
Para los que democráticamente le han dado la presidencia a Trump, su mensaje contundente, su manera directa de hablar y su actitud han bastado. Él no es políticamente correcto, es antisistema, y esto es algo balsámico para muchos norteamericanos que se sienten acosados por una nueva sociedad tecnológica a la que no han sabido adaptarse.
El mensaje de Trump se ha centrado en el empleo, en el comercio y en el dinero que se ahorrará a la clase media y baja en cuanto a corrupción y a los aprietos del día a día; todo con un lenguaje del común, sin retórica progresista ni políticamente correcta. Para explicar la victoria del populista Trump no vale solo decir que sus votantes son una caterva de blancos racistas e ignorantes sin estudios.
Los agoreros de un futuro apocalíptico con Trump exageran y no tienen en cuenta que Estados Unidos es la democracia más antigua del mundo, con unos contrapoderes e instituciones más fuertes que en Europa. El que el Partido Republicano acapare las dos cámaras es, paradójicamente, un mecanismo de control a Trump; recordemos que la mayoría de los senadores, congresistas y gobernadores republicanos no apoyaron su candidatura. El que los mercados hayan reaccionado positivamente a la elección de Trump nos habla de la confianza del mundo financiero en que estas instituciones acoten la capacidad de maniobra de Trump para aplicar sus políticas populistas.
En definitiva, se impondrá el E pluribus unum (unidos en la diversidad) a la democracia autoritaria que vaticinan los agoreros de la decadencia occidental.
JOSÉ ÁNGEL HERNÁNDEZ*
Especial para EL TIEMPO
Hernández dirige el Departamento de Historia de la Universidad Sergio Arboleda, adscrito a la Escuela de Filosofía y Humanidades.