Todos los temas que inciden en la salud de la gente deben ser debatidos de manera amplia, sin dogmatismos y lejos de intereses diferentes al de garantizar la mejor opción en términos de bienestar; y en este contexto, valga decir, la forma como se tratan las enfermedades y las herramientas para enfrentarlas no son la excepción.
De ahí que no sobra que las autoridades sanitarias del país no pierdan de vista la orden impartida la semana pasada por la Comisión Federal de Comercio de Estados Unidos (FTC) para que todos los productos homeopáticos que no pueden demostrar la evidencia científica que respalda los efectos que ofrecen lo adviertan en sus etiquetas. Medida que, como era natural, fue descalificada por voces adeptas a esta ‘medicina alternativa’.
No es este un asunto menor, sino un llamado para que los cultores de esta práctica centenaria tomen esto como un estímulo para aclarar, de una vez por todas, la validez de sus conceptos y de sus resultados al tenor del rigor que exige algo tan trascendental como intervenir en la salud de las personas y, por extensión, de sus familias y de las comunidades en general.
No hay razón para evadir esta discusión. No basta decir que estos fármacos tienen menor toxicidad que los convencionales o que la integralidad y la atención centrada en cada paciente son la norma en la homeopatía, condiciones que, dicho sea de paso, son de reconocer, pero de lo que se trata es de curar, de aliviar o de paliar males de un modo demostrable y consistente. Y en esto no caben excusas.
Sin embargo, esta exigencia debe extenderse también a muchos procedimientos y fármacos que utilizan los médicos convencionales (alopáticos) y que carecen de la tan necesaria evidencia científica.
Es claro que la autonomía profesional les ampara las decisiones que toman sobre sus pacientes, pero a la hora del rigor científico la ley debe ser para todos. Total, es la salud de la población la que está de por medio.