En el ámbito académico, ‘humanidades’ hace referencia a aquellas disciplinas que con propósitos culturales se ocupan del mejor conocimiento y del mejor estar del ser humano. A su vez, ‘humanismo’ es el empeño del hombre por conocerse a sí mismo y a su congénere, el otro, con ánimo de rescatar los valores humanos y contribuir a la felicidad que, en su Autobiografía, Charles Darwin consideraba necesaria para que la especie humana pudiera salir airosa y sobrevivir sobre la Tierra.
Según el maestro Germán Arciniegas, los humanistas aparecieron para defender los fueros de los representantes de la especie humana. El sujeto de los humanistas es para él aquel ser natural, inclinado a la paz, libre de fanatismos, felizmente abierto al mundo generoso. Siendo así, quien pugne por rescatar y preservar esos fueros se halla inmerso en el campo de las humanidades y adquiere la condición de humanista.
Sin paz, la felicidad es un embeleco. Sucede, sin embargo, que la paz no es una planta que crezca por generación espontánea. Es necesario sembrarla y luego cuidarla para que se desarrolle y llegue a dar frutos y sombra. Teniendo en cuenta los múltiples enemigos que acechan a la paz, lograrla no es tarea fácil, más aún si ha venido siendo vejada durante largo tiempo –como ha ocurrido entre nosotros– en aras de alcanzar una supuesta justicia social, utilizando la violencia de todo tipo a manera de estrategia política reivindicatoria. En Colombia ha sido en nombre de las reivindicaciones sociales como se han cometido incontables excesos y desmanes a lo largo de más de medio siglo. Torrentes de sangre inocente han corrido por causa del malhadado conflicto armado, que, afortunadamente, parece estar llegando a su final.
Gracias a la paciente tarea adelantada por el presidente Juan Manuel Santos –superando muchos y difíciles obstáculos que parecían insalvables–, los colombianos estamos muy cerca de alcanzar la paz, vale decir, de habitar espacios donde podamos salir airosos y sobrevivir tranquilos. En otras palabras, a lo que ha contribuido el jefe del Estado es, justamente, a que podamos acercarnos a los dominios de la felicidad. Tal hazaña debe interpretarse como un acto de humanidad, propio de los humanistas de verdad. En medio de la incomprensión de algunos, el presidente Santos viene realizando el milagro que otros no pudieron hacer, en razón a que, él sí, logró interpretar la recomendación del filósofo holandés Baruch Spinosa: “Por amor a la paz pueden consentirse muchísimas cosas”, dando a entender que por lo mucho que significa la paz bien se justifica ofrendarle costosos tributos.
Dado que el país y el mundo entero han sido testigos de su tenaz decisión de alcanzar la paz, constituyéndose en defensor del hombre y de la mujer de los humanistas, nada más justo que recompensárselo con creces. La comunidad internacional lo hizo otorgándole, entre otros, el Premio Nobel de la Paz, codiciado galardón que conduce al Olimpo, sitial de los privilegiados, y al Panteón de los Inmortales.
Por su parte, la ya hemicentenaria Universidad Central, expresión de la academia, de la cultura, de las humanidades, entendiendo también que lo realizado por él ha sido una gesta de trasfondo humanista, quiso distinguirlo desde antes de conocerse la decisión de Oslo. En efecto, el Consejo Superior Universitario, máximo organismo de gobierno, acordó por unanimidad concederle la más alta distinción que contemplan sus estatutos: el doctorado honoris causa, en su caso, en Humanidades.
Fernando Sánchez Torres