Ha partido el hombre que fue mi guía, mi maestro en este duro y triste camino de vivir con cáncer. En medio de las dificultades y el dolor que trae esta condición, Pocho siempre tenía la misma respuesta y el mismo gesto cuando le preguntaban cómo estaba: “Excelente”, era la palabra que de forma valiente pronunciaba, acompañado del dedo pulgar hacia arriba, la señal optimista de “vamos bien”.
Al igual que a todos nosotros, la vida le cambió un día, cualquier día. Un fuerte dolor de cabeza que inició en su casa de Villa de Leyva hace 14 meses se convirtió en un contundente diagnóstico... La vida se detiene, todo se vuelve incierto, se inicia el viaje en una montaña rusa que nunca para y donde se transita en segundos de la esperanza al olvido, del dolor a la anestesia, del temor a la paz.
Acompañado del amor de su vida, su esposa María Helena, nunca le faltó cuidado, cómplice, abrigo, testigo, anhelo, sueño. Ella, en su infinita bondad y gran valor, supo acompañarlo con la mayor dignidad, aquella que no permite la lástima ni la tragedia sino que contiene con amor, paciencia y una gran fe en el otro.
Estuvo en manos de los mejores médicos, que lo acompañaron todo el tiempo y por quienes sintió gratitud y admiración. Hizo todo lo que había que hacer; todo lo que humanamente podía soportar, lo soportó; todo lo que representara esperanza siempre tuvo un lugar en sus días. Inclusive cuando ya se sabía que no la había.
Pocho me mostró el camino, me explicó con cuidado lo que me esperaba en las quimios, radios, cirugías, tratamientos. Me llenaba de tips para manejar los efectos secundarios y se reía de lo que a él mismo le costaba trabajo soportar.
En su vida profesional siempre trabajó con el mismo entusiasmo porque su emoción era contagiosa. En su empresa Tugo, los empleados de las tiendas responden a sus clientes igual que él: “Excelente”, porque él creía en la cultura de la felicidad en el trabajo.
Amaba su familia, sus perros, su bicicleta, comer bien y pintar. Amaba el aire libre, porque se sabía un ser libre. Amaba a los que lo amaban y sus ojos pequeños y pícaros transmitían, como solo algunos pueden, la certeza de la vida.
Hoy lo despedimos para iniciar otro viaje, el único seguro que tenemos: hacia Dios, hacia la Luz divina, hacia la eternidad.
María Helena o Gorgi, como él amorosamente le decía, me contó esta mañana una de sus últimas conversaciones, en la que Pocho le decía que no había perdido la batalla, porque siempre había luchado.
Pocho, aquí quedamos de tu mano, para que cada uno de los que te amamos siga dando la batalla que le corresponda, a su manera y alcance, por lo que sabemos ahora vale la pena vivir: tener fe en Dios, agradecer y disfrutar la salud, amar sin límites y dar algo de nosotros mismos a quienes confían en la misericordia.
ÁNGELA ESCALLÓN EMILIANI
Directora Fundación Corona