En ningún lugar del mundo la política y el 'show business' se entrelazan y confunden como en Estados Unidos, y no hay político en el planeta que abuse del espectáculo como Donald Trump.
Desde el lanzamiento de su campaña hasta la convención de su partido, los debates, su triunfo, y durante su proceso de selección del gabinete presidencial, el espectáculo ha primado sobre el contenido. Pero, por más extremo que sea su caso, en el terreno de la política, Trump no es ajeno a la idiosincrasia nacional porque los estadounidenses le dan un valor desproporcionado al espectáculo. Para ellos, nada motiva mejor una conducta que el llamamiento visceral que activa el cerebro del consumidor, ya sea en cuestiones de religión, de diversión, de compra de accesorios o de propaganda política. Los ejemplos de esta dinámica agobian la historia del país, aunque es cierto que en la campaña presidencial del 2016 han alcanzado nuevas cimas.
Con Trump, todo empezó con la televisión. En su libro de 1987, 'El arte de la negociación', Trump escribió: “Los medios siempre están muy pendientes de las ‘buenas’ historias, y mientras más sensacionales, mejor... si haces escándalos o algo atrevido o polémico, la prensa va a escribir sobre ti, y más si eres rico y tu estilo de vida es envidiable”. Trump descubrió desde joven que llamar la atención de la prensa le ahorraba dinero en publicidad y que lo que decía no tenía que ser verdadero. Cuando dijo que construiría el edificio más alto del mundo en Nueva York, todos los medios, incluido The New York Times, publicaron la historia sin averiguar si era cierto.
Para cuando Trump empezó su campaña presidencial, ya el 100 por ciento de la nación reconocía su nombre, gracias a la saturada cobertura que tenían sus insultos y mentiras. La cobertura televisiva a Trump rebasó en más de un tercio la de todos los candidatos demócratas juntos, y su índice de popularidad le aseguró un ahorro sustancial en el gasto publicitario. Según mediaQuant, una firma especializada en este asunto, tan solo en el mes de marzo, Trump tuvo gratis el equivalente a 400 millones de dólares, más o menos la cantidad que John McCain gastó en su campaña presidencial en el 2008.
Durante toda la campaña, ambos candidatos sostuvieron que los medios sociales les sirvieron para hablar directamente con los votantes, y en el caso de Trump, Twitter se volvió una obsesión que parece no tener fin. El problema con sus tuits es que parten de un autorretrato que lo engrandece, se vale de superlativos para mentir e insultar a quien percibe como enemigo, sin que haya quien confronte sus falsedades, y que sus tuits son el evangelio para sus seguidores.
También hubo en esta campaña un alud de historias apócrifas. El problema principal con la diseminación de estas historias en los medios sociales es que influyeron directamente en los cambios de opinión sobre la candidatura de Hillary. Hubo historias que citaban “expertos” anónimos que aseguraban que la candidata había sufrido daños cerebrales, que era alcohólica o drogadicta, que era una criminal a punto de ser acusada por el FBI. Llegaron, incluso, a acusarla de crímenes sexuales contra menores de edad. Nunca se publicaron refutaciones o retractaciones de estos infundios, que dejaron huella en algunos electores y ayudaron a Trump. Por otro lado, todo indica que hackers al servicio del Gobierno ruso crearon y distribuyeron algunas de estas historias apócrifas con el fin de debilitar a Hillary, fortalecer a Trump y desprestigiar el sistema electoral norteamericano.
El problema de fondo, y sin solución, es que esta peculiar campaña le ha allanado el camino al puesto más poderoso del mundo a un hombre que no es apto para la encomienda y pondrá en riesgo la paz y la seguridad de todos.
Sergio Muñoz Bata