Massimo Franco escribe en ‘Corriere della Sera’ una frase lapidaria pero tremendamente cierta, “il rottamotore”, que traducido sería algo así como “el desguazador ha sido golpeado por aquel que pensaba que era su pueblo”. Identificar un gobierno, el propio, con el sentir y el reflejo de un pueblo es la vanidad del populismo. Renzi es, en cierto modo, un populista, no comparable con otros, pero ha jugado sobre un alambre demasiado fino. Y sobre este no ha sabido hacer más malabares de los mismos con los que nos ha acostumbrado durante estos dos últimos años. Piensa de nuevo, vota un referendo donde la pedagogía ha sido volatilizada hasta la irrelevancia y donde la afrenta abierta se cobra su propia cabeza política, o como él dijo la noche de la derrota de ‘su’ referendo, su ‘propia silla’.
No ha sabido explicar el porqué de esta profunda reforma constitucional ni tampoco ha tejido las alianzas suficientes para dar un portazo directo y sonoro a la vieja política italiana, enrevesada y endiablada como ninguna, con 63 gobiernos en 70 años de democracia. El pueblo italiano hace mucho que se ha reído de sus políticos, es su propio y particular antídoto contra un realismo languideciente y, hasta cierto punto, esperpéntico.
Renzi paga la soberbia y una tremenda ambición, que no ha querido esconder y de la que nunca ha tratado de escapar, y una errática campaña, cuyo resultado vinculó, en un devaneo populista y cegado por la vanidad, a su propia continuidad. Pero Italia, que nunca refrendó en urnas a Renzi, pero sí a Letta, tras apartar la tecnocracia de Monti, ha dicho no a la reforma y al toscano Renzi. Hasta cierto punto, aquella vieja máxima de que quien a hierro mata, a hierro muere se cumple de nuevo. De lo contrario, pregúntenselo a Letta y a sus peculiares idus de marzo; cómo fue desalojado por su propio partido y un novísimo Renzi, de 39 años, cuya máxima responsabilidad era la de haber sido alcalde de Florencia.
Ni el apocalipsis económico ni la debilidad de una Europa incapaz de encontrarse a sí misma vendrán tras la derrota del referendo. Al contrario, Europa se mantiene con respiradores automáticos, y la insulina de la no victoria de la ultraderecha en Austria le permite tomar impulso, pequeño, pero es un respiro.
Renzi tiene que dar un paso atrás por pura coherencia si no quiere ser un cadáver político sin credibilidad alguna. El futuro es ignoto, pero aun reteniendo las riendas de su partido, el demócrata, centro izquierda, no puede encabezar un nuevo gobierno. Algunas voces hablan del regreso de Prodi, pero el presidente de la República, Mattarella, tiene por delante un reto que no ahogue aún más la casi nula credibilidad de los políticos italianos. Las reformas de Renzi no pueden abocar a un inmediato escenario electoral, hay que legislar mientras el país entra en un ‘impasse’ político, económico y social. Italia tiene que legislar una nueva norma electoral que evite, sobre todo, el colapso de los últimos años, como el caos y bloqueo del 2013. Caída toda reforma constitucional cabe una pregunta, ¿hasta qué punto las viejas políticas y las antiguas formas partidistas no han derrotado el ímpetu de Renzi? Tratar de ahogar la vitalidad bloqueadora del Senado, apartar del sitial a casi dos centenares de senadores reduciendo la Cámara y amputando su poder de bloqueo, cambiar la burocracia del país y reducir ayuntamientos y departamentos regionales han terminado por arrojar al foso de la arena de los derrotados al toscano.
Italia no se suicida con este resultado. No nos equivoquemos. Dice no a un político y a un gobierno que cometió el error de un exceso de confianza y de creerse que tenía a su lado a todo un pueblo cada vez más disconforme y harto de un sistema rígido y regido por los pretéritos esquemas de siempre. Renzi conoce en carne propia la fuerza de los populismos auténticos y el hartazgo de mucha gente como ha pasado en Reino Unido, en Colombia y en las elecciones norteamericanas. Le Pen suspira porque suceda lo mismo en Francia. Y mientras tanto, la banca italiana contiene la respiración ante su situación azarosa, turbia e incierta en el caso de Monte dei Paschi. Pero los italianos son supervivientes de la finta política y del dramatismo artificial. Es una forma de ser.
Abel Veiga Copo