William Velásquez dice que a veces se le pasan los días y se le olvida que se quedó ciego. Y cualquiera le cree si lo ve nombrar, una a una, a las ocho personas que lo acompañan en ese momento, en el estricto orden en el que están sentadas a su alrededor en la entrada de su casa, en el corregimiento La Paz, en Guaduas (Cundinamarca).
Nombra incluso a uno que ha estado en silencio desde que saludó y se sentó. Y no se equivoca. Lo hace como un reto para sí mismo. Como una forma de mostrarles a los demás de lo que es capaz y para divertirse con sus reacciones.
Pero el ejercicio es apenas un entretenimiento. Una vez dentro de la planta productora de quesos que dirige y en la que trabaja desde hace cerca de ocho años, William se mueve de un lado a otro, va hasta una de las paredes, toma un delantal blanco, coge implementos, toca el cuajo, da instrucciones, todo como si estuviera viendo el proceso y a las otras diez personas que trabajan con él.
“¿Sabe qué es lo más verraco de trabajar con un ciego?”, pregunta, y antes de que nadie pueda responder: “que tiene que ser muy muy organizado, porque las cosas siempre deben estar en el mismo sitio”.
Solo cuando muestra lo que ha hecho con su vida desde que se desmovilizó con las autodefensas de la zona en febrero de 2006, se siente en confianza para contar su historia.
El accidente
La casa de William tiene en la entrada una pequeña terraza cubierta con tejas. Le sirve como una sala de reuniones en la que pone una mecedora de madera mirando hacia la calle y en torno a ella se sientan los demás.
A su lado está su hermano Dagoberto, quien quedó ciego en el mismo accidente en el que William perdió uno de sus ojos y sufrió una grave lesión en el otro que, a la postre y por falta de atención oportuna también dejó de percibir la luz.
En esa tarde de marzo de 2004 se preparaban para ir a jugar un partido de fútbol cuando los buscaron para un trabajo. Abajo del corregimiento, ubicado en las faldas de las montañas que dan paso al extenso valle del Magdalena Medio, estaban abriendo una carretera.
Un buldózer se había quedado bloqueado por una inmensa roca negra, de las miles que, como vestigios volcánicos renegridos, se destacan sobre el verde de las laderas en la región. Necesitaban que ellos la dinamitaran para seguir trabajando.
Era parte de su oficio entonces. “Con una varilla, uno le hace un hueco a la roca, girando y perforando. Después se hace un ‘capachito’ con pólvora, se le coloca un detonador eléctrico y se mete dentro de la pólvora, se aprieta y se ajusta duro con tierra. Apenas explota termina de picar la piedra con maceta, la arruma y las volquetas vienen y cargan y uno vende el viaje, eso es muy rentable”, cuenta.
Pero esa tarde cometieron un error. Como era costumbre, en las tardes jugaban partidos de fútbol con los amigos. Cuando los llamaron fueron todos y tenían afán.
“Con una libra de pólvora se hacían más o menos ocho o diez tiros, y ese tiro se fue con toda la libra, porque yo me puse a hablar y como yo era el que hacía los tacos, me descuidé y se me fue toda la pólvora. Ocho o diez veces el poder de un tiro pequeño”, dice.
“Estaba arrodillado sobre la piedra ‘tacándolo’, presionándolo, cuando estalló. La mano derecha me la voló toda prácticamente. Me pegó en la cara y mi hermano estaba parado al lado mío.
Los amigos que iban con nosotros fueron la salvación. Por eso no nos matamos, porque ellos nos sacaron. Yo tenía quemaduras en el pecho y muchos huecos por los pedazos de piedra. La cara me quedó toda desfigurada.
El ojo derecho lo perdí, como al año me lo retiraron y el otro me hicieron como tres, cuatro cirugías para recuperarlo pero el seguro se demoró mucho en hacerme la cirugía. Incluso tuve que hacer rifas y cosas para operarme de manera particular.
A mi hermano le fue peor porque del impacto que lo mandó hacia atrás, se fue a un hueco y cayó de cabeza, tiene varias cirugías en la cabeza. Él sufre de ataques de epilepsia”.
Sentado a su lado, Dagoberto asiente con la cabeza a cada paso de la narración, hasta que interviene: “Esto que nos pasó y estar vivos contando, es porque los milagros de Dios existen. La gente cuenta que a mí la explosión me elevó como a la altura de un poste de luz. Nadie daba un peso porque nosotros volvíamos a La Paz.
Hoy hablo con William y decimos: oiga es que no nos pasó fue nada. Para mí ha sido una de las experiencias más hermosas que hemos vivido. Los obstáculos todos los días están. Pero no hay nada más satisfactorio que uno pasarlos para sentir la felicidad de cumplir y seguir adelante”, afirma.
Para la época del accidente, desde hacía cinco meses pertenecían, junto a su hermano mayor, a las autodefensas que controlaban la región. Cumplían algunas tareas menores, sin armas, ni uniformes, ni radios. En febrero de 2006 se desmovilizaron.
Superar los obstáculos
William es alto y fornido. En su cuerpo se ven las cicatrices del accidente. No perdió el brazo derecho pero tiene las huellas de varias cirugías reconstructivas.
Y cuando toma confianza habla en voz alta y sin parar, pasando de los hechos más trágicos de su vida a las anécdotas más simpáticas, en el mismo tono jocoso y sereno del que es capaz de reírse de sí mismo.
Dagoberto es más bajo y pausado. Pero igual que su hermano se toma la vida con naturalidad. Juntos podrían pasarse días contando cómo han lidiado con su condición y de qué manera lo superan.
“Nos acostumbramos a mirar lo bueno de lo malo. Cada cosa mala que se presenta, para nosotros es una oportunidad. Hay que mirar qué malo pasó y cómo lo arreglamos y siempre de una cosa mala sale algo muy bueno. Tanto así, que si no se nos hubiera quebrado la fábrica de café, pues no tendríamos la de quesos”, dicen.
Hablan de lo que han hecho desde que entraron en la ruta de la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR), donde recibieron capacitación, apoyo sicosocial y capital semilla para un proyecto productivo.
Hicieron cursos de manejo agropecuario y de porcicultura. Antes de empezar con los lácteos, presentaron proyectos a la ACR para un proceso de tostar y moler café. El capital semilla fue de cuatro millones de pesos, dos para cada uno, que según ellos, fue lo que costó la tostadora.
“Trabajamos cerca de un año, pero no teníamos capital para comprar el insumo y no podíamos soportar un crédito, entonces nos quebramos”, afirman.
Por eso hablan de este traspié como una nueva oportunidad. Los asesores de planes de negocio les aconsejaron hacer algo que conocieran bien. Y ellos sabían hacer queso. Lo hicieron durante mucho tiempo de manera artesanal antes del accidente.
Empezaron con 20 litros de leche que, según sus cuentas, dan cinco o seis libras de queso. En este momento procesan entre 2.100 y 2.200 litros. Lácteos La vacanita está posicionada comercialmente en la región como una de las mejores empresas de quesos.
Con el tiempo, William se quedó solo al frente de la empresa. “Cuando éramos socios la empresa no crecía porque nos repartíamos las ganancias y todos las necesitábamos. Por eso ofrecí comprarles a mis hermanos y ahí vamos”, dice William.
Pero no dejan de ayudarse. Dagoberto montó una legumbrería en una esquina del parque y al menos una vez a la semana, viaja a Honda con el conductor de la camioneta en la que recogen la leche, para surtir su negocio de frutas y verduras.
Hoy la empresa emplea a 10 personas de forma directa y calcula en casi cien los empleos indirectos, puesto que les compran leche a 35 fincas (dos o tres personas por finca), sin contar a los que ayudan a comercializar el producto.
“Al comienzo en la región funcionaban cuatro empresas procesadoras de quesos y una de acopio de leche. Hoy somos la única que cumple con las reglas del Invima y la empresa que más cuaja leche en la zona”, dice William.
No han estado solos en este proceso y lo agradecen. No solo a la ACR, por su acompañamiento y asesoría, sino a varias empresas privadas y gobiernos locales que les han tendido la mano.
La gobernación de Cundinamarca, las alcaldías de Guaduas y de Puerto Salgar, así como Pacific Rubiales y la Fundación Andi les han brindado su apoyo. Aseguran que el 100 por ciento de las puertas que han tocado en este tiempo se les han abierto.
Pacific aportó recursos en dos oportunidades para proyectos que ellos presentaron para la ampliación y mejoramiento de la empresa.
Y la Fundación Andi le entregó a William en 2013 el premio ‘Carlos Arturo Ángel’ que busca fortalecer las unidades de negocio de las personas que siguen la ruta de reintegración con la ACR.
“Eso fue en agosto y en esa misma semana mi niña fue atropellada cuando iba en una moto. Se quebró la pierna y estuvo muy delicada. Uno aguanta lo que sea en el cuero de uno, pero en los hijos no. Por eso les dije que no iba a ir a Pereira a recibir el premio”, cuenta William.
No se quería mover del hospital, pero lo convencieron. El premio lo recibió de manos del presidente Juan Manuel Santos y del entonces director de la Andi, Luis Carlos Villegas.
Así fue como pudo ampliar la fábrica y ajustarla a las normas del Invima.
Hoy su hija mayor está en la universidad y él la apodó ‘el Tigre’. “Porque se comió todo: teníamos unas vaquitas y algunos marranos. Y cuando mi hija entró a la universidad, en el primer semestre fueron como cuatro millones y medio: se fueron los marranos. En el segundo semestre, se fueron las vaquitas. Y ahí va ‘el Tigre’ de La vacanita, siempre con las mejores notas cada semestre, pero ahora contamos con el Icetex”, dice y suelta una carcajada.
Una reflexión
Durante la campaña para refrendar el acuerdo de paz con las Farc, los hermanos estuvieron del lado del Sí. “Las personas que no han vivido un conflicto armado, que no los ha tocado, una persona que vive en una gran ciudad en un edificio, pues vota Sí o No, sin importarle mucho. A las personas a las que tocó el conflicto todas votaron sí”.
Considera que el apoyo a los desmovilizados de grupos armados es indispensable y que no se trata de recursos perdidos, sino de inversión en la paz.
“Si una persona que está en el monte durante tantos años, se la saca y se le pone en la ciudad, pues está con los brazos cruzados, es como al que sacan de la cárcel, no encuentra qué hacer. Pero si a esa persona se le pone un apoyo, como hizo la ACR y se le guía y se le dan herramientas para trabajar y aprender, (obviamente muchos no lo han aprovechado). Pero habrá unos que no y otros que sí.
Ahora, si se les da una plata, y si les enseñan a trabajar y les dan herramientas, esa va a ser una persona que ya conoce el problema, que ya lo vivió y no quiere volver a vivirlo y por eso va a salir adelante”, afirma William.
El proceso con la ACR lo completaron hace dos años, pero cuentan con un asesor que los sigue visitando. Tienen contacto con el reintegrador de la zona y no desean cortarlo.
Y no dejan de soñar y de hacer realidad esos sueños. El día de la entrevista, a mediados de octubre de este año, el plan era conseguir un pequeño furgón refrigerado para transportar los quesos, comercializarlos ellos mismos y mejorar los ingresos.
Poco antes de publicar esta historia, menos de un mes después. William llamó. Se oía exultante, orgulloso. “¿Se acuerda de lo que le dije del furgón?”, preguntó, y de nuevo sin esperar respuesta, “pues ya viene en camino. Con la ayuda de un amigo lo conseguimos y ahora vamos a comercializar nosotros mismos”.
Carlos Salgado R.
ENVIADO ESPECIAL, GUADUAS