Quiso el destino que la buena noticia de la llegada del día D que marca el comienzo del proceso de desarme de las Farc coincidiera, en la misma semana, con la desgarradora tragedia del accidente del avión que transportaba a la delegación del equipo Chapecoense, de Brasil.
En consonancia con lo que se ha planteado desde estos renglones, insistimos en que el inicio del tránsito de esta organización de grupo armado –con enorme capacidad de generar desestabilización, y con ella muerte, dolor y desolación– a movimiento político sin más campo de batalla que el de la plaza pública es un hecho positivo. De ahí el calificativo utilizado. Las particularidades y vicisitudes de dicho proceso no logran restarle trascendencia histórica a este acontecimiento.
Ahora bien, hay que ser muy claros –y es en ese aspecto en el que corresponde enfatizar tanto como sea posible a estas alturas del camino– en que todavía está por verse en calidad de qué ese episodio quedará en los libros de historia de Colombia. Esto es, si lo hará como aquel afortunado detonante de un acuerdo que permitió cambios gracias a los cuales millones de compatriotas gozarían de mejores condiciones de vida, lo que incluye sobre todo acceso a bienes y servicios básicos y respeto de derechos fundamentales, o como un mal paso que, además de representar una gigantesca desilusión, abrió un nuevo ciclo de violencia.
Esto es, nada menos, lo que está en juego en lo que viene ahora: la implementación de los acuerdos. Un desarrollo que tendrá lugar bajo unas condiciones que no son las que muchos considerarían ideales. Tampoco son las originalmente previstas por los equipos negociadores en Cuba, más allá de cuál sea el sentido del inminente fallo de la Corte Constitucional respecto al acto legislativo por la paz. Y es que si al comienzo el cronograma era apretado, ahora lo es aún más. Otros factores externos que no parecían tener potencial para afectar el proceso han tomado giros que obligan a, por lo menos, tenerlos en la mira. Entre ellos, el semblante de la economía y la política exterior de Estados Unidos a partir del 20 de enero del 2017, cuando asuma la presidencia Donald Trump.
Por lo pronto, procede concentrarse en los obstáculos que ya son una realidad. Y aquí asoman sobre todo dos: el clima de polarización que reina en el país y las muy complejas condiciones que hoy se viven en los territorios donde históricamente han hecho presencia las Farc y que serán escenario de la fase de concentración.
Con relación al primero, es evidente que sin el tantas veces solicitado acuerdo político, la concreción en términos legislativos de lo que se firmó en el teatro Colón no fluirá como sería deseable. Esto, como ya lo afirmamos, puede ser motivo tanto de preocupación como de optimismo. Lo segundo, si el Congreso está a la altura y, con grandeza y sentido patriótico, consigue perfeccionar antes que debilitar los instrumentos con los que se ha de construir la paz estable y duradera. Y, en general, será inevitable que los pasos que ahora vienen se den en medio de un intenso cruce de dardos. Lo cual hace parte de la democracia, siempre y cuando se tenga claro que la confrontación dentro de ella tiene límites. Por eso el llamado es no solo a la ya referida grandeza, sino a que en ningún momento la oposición caiga en la tentación de la desinstitucionalización.
El segundo aspecto alude al tremendo desafío que significa hacer efectiva presencia estatal en zonas tradicionalmente abandonadas por las instituciones, y en las que la economía y la regulación de la vida social han estado marcadas por la ilegalidad. Aquellos lugares en los que las Farc y otros grupos armados han ejercido funciones estatales por décadas.
Es un reto con metas por cumplir a largo plazo, pero también con exigencias que no dan espera. Lo anterior, dados los reportes muy preocupantes recibidos en los últimos días, que van desde la aberrante ola de asesinatos de líderes sociales hasta movimientos de otros grupos armados que copan los espacios dejados por las Farc e incluyen ‘ofertas’ a sus integrantes para que sigan en armas, pero bajo otras insignias. Todo ello, pasando por las dificultades de orden logístico y, casi siempre, la incertidumbre que sigue siendo la constante en estos sitios y es compartida por los combatientes próximos a dejar las armas y la población civil.
El llamado entonces es, de nuevo, a asumir lo que aquí está en juego en términos de la situación de por lo menos dos millones de colombianos, quienes han vivido en carne propia los rigores de la guerra. Ello exige, aparte de un compromiso inquebrantable de las instituciones para cumplir a cabalidad, y parámetros de excelencia de sus tareas en las zonas en cuestión, que en el debate político reine la sindéresis necesaria para que todos aquellos avances que se logren en el esfuerzo por desactivar para siempre las causas del conflicto sean respetados.
EDITORIAL
editorial@eltiempo.com.co