A las 9:55 de la noche del pasado lunes 28 de noviembre terminó –hecho pedazos contra un cerro de los Andes de Colombia– el sueño de gloria de los integrantes del modesto y aguerrido equipo de fútbol brasileño Chapecoense, que, por encima de todos los pronósticos, llegaba a la final de la Copa Sudamericana, sin grandes estrellas.
A esa hora y después de unos 15 minutos de sobrevolar el espacio aéreo entre Rionegro, La Ceja y La Unión, en el oriente antioqueño, la aeronave de la empresa LaMia, que llevaba al equipo para el juego de ida frente al Atlético Nacional, se precipitó y chocó contra el cerro Gordo, dejando una estela de latas retorcidas, cadáveres y personas malheridas.
Al mando de la aeronave iba el experimentado piloto Miguel Quiroga Murakami, quien no solo se había graduado en una prestigiosa academia de aviación boliviana y había abrazado la carrera de aviación militar, sino que tenía miles de horas de vuelo.
De lo que pasó en el avión –donde además de los jugadores, técnicos y directivos del equipo viajaban periodistas y algunos invitados– minutos antes de precipitarse a tierra, se sabe muy poco. Apenas frases fragmentadas de algunos de los seis sobrevivientes. Uno de ellos, la auxiliar de vuelo Ximena Suárez, quien aún se encuentra hospitalizada en la clínica Somer, de Rionegro, les entregó a las autoridades de Antioquia y a familiares al día siguiente de la tragedia una pincelada de lo que se vivió en el avión apenas segundos antes de estrellarse.
“Las luces se apagaron, el avión bajó bruscamente y no recuerdo más, hasta ahora”, dijo Suárez, quien sufrió fractura en una mano y múltiples laceraciones en cara y cuerpo.
El técnico de la tripulación Erwin Tumirí, otro de los pasajeros que sobrevivieron al accidente y que el sábado fue dado de alta y regresó a Bolivia, hizo un relato más escalofriante.
Aseguró que la desesperación invadió a la mayoría de los pasajeros. “Muchos se levantaron de los asientos y comenzaron a gritar”, contó a directivos del Atlético Nacional que visitaron a los heridos.
Tumirí, quien al igual que la auxiliar Suárez viajaba en la parte trasera del avión, relató que posiblemente lo que lo ayudó a salvarse de morir fue haber seguido al pie de la letra indicaciones de seguridad: “Sobreviví porque seguí los protocolos de seguridad. Puse las maletas entre mis piernas para formar la posición fetal que se recomienda en los accidentes”.
Escena de pesadilla
Minutos después de la tragedia, que despertó la solidaridad del fútbol, de gobiernos, la política y de millones de personas en todo el mundo, los organismos de socorro y salud fueron alertados de la desaparición de la aeronave. El estruendo llevó a la comunidad aledaña a cerro Gordo a dar aviso a los bomberos.
Uno de los primeros en llegar fue el capitán Elson Zuluaga, jefe bomberos de Rionegro. Abriéndose paso entre maleza, lodo y una fuerte neblina, él y su grupo de bomberos se enfocaron en buscar sobrevivientes en medio del caos. “Cuando llegamos vimos un pedazo de la aeronave en la parte baja del cerro, y se veía la traza profunda en la tierra que había hecho al caer”, cuenta.
Algunos debieron escalar, a veces arrastrándose entre el barro, porque la mayoría de los sobrevivientes estaban casi en la cima.
“Unos peinaron la zona y otros nos centramos en el fuselaje del avión, y ahí logramos sacar a tres. Entre ellos, a una mujer (la auxiliar Suárez), y el último que sacamos fue un muchacho (Alan Ruschel) al que yo considero un honor a la vida”, afirma.
“A las 2 de la mañana caía un aguacero muy fuerte, tanto que para guarecernos nos metimos en las bolsas donde empacamos los cadáveres a esperar a que pasara la lluvia. Cuando terminó, todo quedó en silencio y un policía escuchó un lamento. Nosotros estamos a 20 metros del avión. A tientas, entre la oscuridad y la neblina, seguimos la voz. Era uno de los jugadores. No hablaba español y solo se quejaba. Tenía una herida abierta en el cráneo, varias lesiones. Estaba aprisionado sobre muertos y tuvimos que quitarlos para poder sacarle la cadera, que la tenía aprisionada con los mismos compañeros”.
Y agrega: “Gracias a que esa persona vivió, para nosotros fue una inyección muy linda; sentimos que el frío se nos fue, se nos fue el hambre. Luchamos y luchamos para sacarlo. Algún día me gustaría estrecharle la mano y que sepa que aunque la muerte se lo quiso llevar, había un grupo de bomberos que se lo arrebató a la muerte y no se lo dejó llevar. Decirle que había dos bandos peleando por él: la muerte allá y aquí los que vivimos bregando a sacarlo de ahí. Gracias a Dios pudo más la vida”.
Otro de los primeros en llegar fue Juan Fernando Pérez Herrera, el joven médico del hospital de La Unión, que lleva 10 meses haciendo su rural: “Había una montaña gigantesca que había que pasar. No se veía nada, pero sí alcanzábamos a escuchar uno que otro quejido de sobrevivientes que fueron sacados por los bomberos. El primer paciente que encontré fue Jackson Folman, el arquero; mojado, frío, pero consciente, con heridas en la cabeza, heridas importantes a nivel de las extremidades inferiores. Tenía una fractura de tibia-peroné, muy grave, del miembro inferior derecho, que prácticamente se lo amputó”.
“Lo único que nos decía era ‘calma, calma, hombre’, y todo el mundo estresado. Era un poco impactante, era un herido el que parecía estar más tranquilo que todos... sabía que había gente y que lo estaban atendiendo”.
Más tarde, narra el médico, hallaron al técnico Erwin Tumirí. “Estaba más estable y no tenía traumas tan fuertes, un golpe en el brazo izquierdo y al parecer un trauma cervical. Habló y preguntaba por los compañeros de la tripulación y estaba más preocupado por los papeles de él y del avión”.
Arquímedes Mejía, jefe Bomberos de La Unión, cuenta que en sus 16 años de bombero nunca le había tocado ver algo así. “Cuando llegamos nos metimos al cerro a volear machete y llegamos a un plan donde se veían todos los escombros del avión regados y personas por todas partes. Se escuchaban los gritos de la gente pidiendo auxilio; mis bomberos no sabían para dónde correr, había gente atrapada en latas que no podíamos sacar porque no teníamos recursos para hacerlo. Hubo gente que murió por hipotermia, aplastada, fracturas, desangrada, porque no teníamos cómo sacarlos”, sostiene.
“Los muchachos, a punta de mano, sacaron a la azafata; estaba tapada con partes del avión. Los muchachos se demoraron una hora y media para sacarla. Ella pedía ayuda y preguntaba por su capitán y pedía que la ayudaran”, dice Mejía, y cuenta que oían a muchos gritando bajo escombros y los veían amarrados en sus sillas.
ORLANDO LEÓN RESTREPO
Medellín
Orlres@eltiempo.com