En las faldas de los cerros orientales en las que se sitúa el barrio Quiroga, desde hace tres años crece una huerta especial.
Las zanahorias, lechugas y cebollas que cultivan en una parte del patio del Instituto Educativo Distrital Bravo Páez son cuidadas por los padres, madres, hermanos y abuelos de 55 niños entre los 3 y 5 años que, a la par de los vegetales, cosechan un bien tan escaso como necesario en estos días: tiempo de calidad en familia.
José Gómez es uno de los labriegos urbanos. Tiene 55 años y dos nietos a los que ama como si fuera su padre. Desde hace doce meses asiste sin falta cada viernes, de 10 a 11 de la mañana, al colegio de sus nietos. Lo hace junto a su hija Yeiny, mamá de Juan José, con quien comparte cada semana, además de las labores de la huerta, juegos de ajedrez en familia, lectura de cuentos y deportes, entre otras actividades.
“Un mal genio en la casa, viene uno acá y se le olvida”, asegura José al tiempo que confiesa que su escenario es el del vergel, por haber nacido en Soatá, Boyacá, y haber crecido entre cultivos de papa y maíz.
El espacio, en el que los pequeños de los cursos de prejardín y transición pueden disfrutar de la compañía de sus seres queridos, fue ideado por las docentes Lisandra Clavijo, Mileyin García y Paola Andrea Pardo, luego de detectar que, además de no existir suficiente conexión entre el colegio y los padres, estos no aprovechaban el tiempo que pasaban con sus hijos.
Así nació ¡Familias a estudiar!, un proyecto que en tres años no solo ha logrado fortalecer los lazos de 165 niños con sus padres, abuelos y hermanos, y de estos con el colegio, sino que además ha tenido una especial acogida a nivel local y distrital, al punto de hacerlo merecedor del Premio de Innovación 2016 de la Secretaría de Educación y el Instituto para la investigación educativa y el desarrollo pedagógico, además de proyectarse a ser replicado en otras instituciones de la ciudad.
“Nos dimos cuenta de que los padres venían al colegio solo a recibir quejas o a talleres que no son tan efectivos –dice Paola–. También quisimos que las familias entendieran que la tablet no es la mejor niñera y que tener la oportunidad de jugar con los niños es importante y necesario”.
Ese tiempo compartido lo agradece Aníbal Abello, padre de Aníbal Alejandro, y quien también disfruta cada semana del espacio habilitado por el colegio. “El mundo está cambiando y ahora todos vivimos ocupados, entonces los abuelos y los niños se dejan a un lado. Por eso esto es tan especial y valioso”, indica.
Las profesoras aseguran que la fidelidad de los padres al proyecto se debe a un “enamoramiento” que hace que no haya fallas. Cuentan, además, que los familiares terminan siendo niños otra vez y eso también los atrapa.
Lisandra apunta que el espacio es importante porque está demostrado que “los niños solos no pueden”, y enumera situaciones como las drogas, los embarazos prematuros y hasta el suicidio como consecuencias del abandono.
Pero el acompañamiento a la primera infancia del Bravo Páez no es solo por cuenta de sus padres. El programa incluye un componente de apadrinamiento en el que los adolescentes del grado once se hacen responsables de los más pequeños. “Ahí les apuntamos a 2 temas. Primero, evitar el matoneo porque cuando se crean vínculos afectivos el otro te importa y no quieres que le hagan daño. Segundo, generamos conciencia entre los jóvenes sobre todo lo que conlleva tener un hijo”, dice Paola.
Mileyin concluye que aunque el proyecto implica más trabajo porque requiere planear cada una de las actividades pensando en los niños, los jóvenes y los adultos, vale la pena. “Pensamos que el hecho de que esto sea educación pública y de que estemos en el sur, no significa que nuestros alumnos no merezcan la mejor calidad y esto es lo que hemos logrado con ¡Familias a estudiar!”.
BOGOTÁ