'Gótico americano' es el nombre de uno de los cuadros más icónicos de los Estados Unidos. Exhibido por primera vez en Chicago en 1930, retrata a una pareja de finqueros con miradas indescifrables y posturas desafiantes. Es el retrato escogido por la revista Foreign Affairs para ilustrar la portada de su número reciente, dedicado al “poder del populismo”.
La identificación del cuadro de Grant Wood (1891-1942) con el populismo norteamericano está lejos de ser novedosa. Pero puede sorprender a quienes han solido ver el populismo como una manifestación exclusiva de Latinoamérica. “No hay tangos en esta pareja”, dice Thomas Hoving en su biografía sobre el cuadro, al ubicarlo en el mapa de Estados Unidos. Ningún parecido con los Perón, símbolos del populismo clásico en nuestra región.
Hay una historia paralela del 'Gótico americano', de sus reproducciones y adaptaciones, de acuerdo con las distintas circunstancias a lo largo del tiempo. Esta vez, Foreign Affairs vistió al hombre protagonista de la pintura con esa gorra roja que Donald Trump usó durante su campaña presidencial. Entre los siete artículos que la revista dedica al populismo, solo uno trata de América Latina para contrastar su relativo opacamiento regional frente a su resurgimiento en “el resto del mundo”.
¿Resto del mundo? Es mejor no exagerar. Pero es cierto que el fenómeno se ha recrudecido en Europa y Estados Unidos. En Asia, como escribe Fareed Zakaria, el populismo parece ausente. Sus manifestaciones, a la derecha y a la izquierda, son evidentes sin embargo en Hungría, Grecia, España, Gran Bretaña y, por supuesto, los Estados Unidos.
Quizás lo más sorprendente de esta racha de populismos sean sus defensores intelectuales, y entre sectores que se dicen progresistas en los mismos Estados Unidos.
“El populismo ofrece un lenguaje que puede fortalecer la democracia, en vez de amenazarla”, ha escrito Michael Kazin en Foreign Affairs. Paso seguido, acepta que puede ser “peligroso”, pero también es “necesario”, y cierra citando a otro historiador norteamericano, C. Vann Woodward, quien en 1959 defendía el populismo como una “terapia periódica” contra el poder y, por tanto, “saludable” para la democracia.
Ni necesaria, ni saludable.
Quienes coquetean hoy con el populismo, advierte O’Neil en su artículo de Foreign Affairs, deberían aprender de las experiencias latinoamericanas. Como lo podrían hacer de otras experiencias en las que el nacionalismo, la demagogia, el irrespeto a las libertades, la concentración del poder, la negación del pluralismo (y todos los demás elementos que sirven para definir el populismo) hacen de las suyas.
Que la democracia no es un sistema perfecto –de acuerdo–. Que los partidos políticos están en crisis aquí y acullá –nadie lo niega–. Que la reciente revolución tecnológica permite mayores niveles de participación ciudadana en la toma de decisiones –pues, bienvenida–. Pero ninguno de estos u otros problemas hace del populismo la ruta inexorable para corregir los déficits de la democracia.
Hablamos, claro está, de la democracia moderna, mejor conocida como democracia representativa, o liberal. Importa distinguir. La noción de representación sirve además para entender el populismo, sin tanta ambigüedad. En las democracias, la representación es plural –diversos intereses confluyen en ella, a veces en conflicto–. En el populismo, una sola persona, el líder, se apropia de la representación del pueblo, de todo el pueblo.
“Es inaudita la falta (HOY) de una narrativa positiva de la democracia liberal”, ha observado Cas Mudde. Una seria advertencia que intelectuales y políticos tendrían que registrar en serio.
Eduardo Posada Carbó