En Francia, en septiembre del 2012, Jaqueline Sauvage mató a su marido mientras este se hallaba sentado en la terraza de su casa. Norbert Marot la maltrataba física y psicológicamente. De igual manera había sometido a violencia sexual a Jaqueline y a sus hijas durante los 47 años que duró el matrimonio. La mujer fue condenada a 10 años de prisión y se le concedió un indulto parcial que le redujo la condena a 28 meses y le permitía solicitar la libertad condicional. El pasado 24 de noviembre, una corte de apelaciones de París le negó su solicitud porque ella “no había entendido el impacto de sus actos”.
Sus abogados alegaron que había actuado en legítima defensa. El problema es que Sauvage mató a Marot durante lo que se conoce como una situación sin confrontación, es decir, en un momento en que no era atacada y su agresor estaba distraído. Situaciones que, según la mayoría de cortes del mundo, no son cobijadas por la legítima defensa porque ‘técnicamente’ en el momento en que la mujer se defiende no está siendo atacada.
El caso de Sauvage puso sobre la mesa, en Francia, un debate nada nuevo: ¿deben ser condenadas las mujeres víctimas de violencia doméstica que se defienden de sus agresores? Y, de nuevo, la solución que se propone en Francia tampoco es nueva. Se ha presentado un proyecto de ley que reconozca el síndrome de la mujer maltratada como atenuante para estos casos. En Estados Unidos y Canadá se utiliza este síndrome (desarrollado por Leonore E. Walker en 1977 en Estados Unidos) para lograr una reducción de pena o una absolución. El síndrome, consistente en un patrón de signos y síntomas que presenta la mujer maltratada y que la lleva a desarrollar lo que se denomina la indefensión aprendida, se incluyó como un subtipo del trastorno de estrés postraumático en el DSM III. Según ello, la mujer maltratada padece una condición mental que le impide defenderse de su agresor. Lo que se pretende al utilizar este síndrome como fundamento de defensa es lograr una absolución (o una reducción de pena) por vía de inimputabilidad, que equivale a afirmar que la mujer no es merecedora de sanción penal, no porque no haya cometido un delito, sino porque, debido al síndrome que padece, se encuentra en incapacidad de entender lo que está haciendo.
Sin embargo, estas mujeres, como Jaqueline Sauvage, como Judy Norman (quien en California, en los años 80, mató a su marido mientras estaba dormido, después de años de malos tratos que incluían obligarla a prostituirse en una estación de servicio), como todas aquellas anónimas que son víctimas de relaciones de tiranía privada, de las que no tenemos noticias, matan a sus agresores porque no tienen otra opción, no porque hayan aprendido a no defenderse.
No parece lógico que la mujer que padece el síndrome de la mujer maltratada sea, precisamente, la que se defiende matando. Matan, porque irse de la casa o denunciar equivale a un acto de rebeldía máxima en contra del tirano del que son víctimas, que desencadenará su ira (basta con revisar las cifras de mujeres que son asesinadas por sus exparejas cuando los han abandonado). Y matan porque son constantemente agredidas, porque no solo son víctimas de golpes y violaciones, sino de manipulaciones psicológicas –mediante amenazas contra su vida e integridad– a través de las cuales se les impide entablar coaliciones externas, es decir, pedir ayuda. Estas mujeres están atrapadas tras unos barrotes invisibles que ha construido un hombre maltratador, violento y dominante, que las va a agredir (o matar) si se defienden. Por ello lo hacen en momentos en los cuales el hombre está distraído o dormido. Y esto, queridos lectores, es una legítima defensa de libro: la mujer es víctima de una agresión actual y su acción defensiva es necesaria dentro del contexto en el que se ejerce. Entonces, ¿por qué no se les reconoce esta causa de ausencia de responsabilidad?
La respuesta está en el hecho de que existe una aplicación masculina del derecho. La legítima defensa ha sido concebida para casos en que dos hombres de igual fuerza y tamaño se enfrentan, y es aplicada, en su mayoría, por hombres. Si se utiliza este rasero para analizar estos casos, evidentemente no habría posibilidad para ellas; pero si se hace un análisis dentro del contexto en el que se tenga en cuenta que no parece viable que una mujer, que además ha sido maltratada durante años, sobreviva a un ataque de un hombre de mayor fuerza y tamaño, sin defenderse con un arma, parece posible hablar de legítima defensa. Lo que equivale a decir que su actuación es lícita, en el caso específico, y que no amerita ninguna sanción penal.
Es evidente que este tipo de análisis no se hace (no se hizo en el caso de Sauvage ni en el de Norman). Entonces: o se condena a estas mujeres como homicidas o se recurre a soluciones como el síndrome de la mujer maltratada, ignorando el hecho de que, en algunos casos, pueden ser cobijadas por la legítima defensa. Y el problema con este tipo de soluciones es que son el reflejo del dilema de Wollstonecraft, que hace referencia a que si se trata a las mujeres según el modelo ideal masculino, resultan perjudicadas, pero que si se les aplican especificidades relacionadas con su condición de mujer, también resultan perjudicadas.
Decir que una mujer que mata a un agresor lo hace porque padece una condición mental, equivale a afirmar que tiene una enfermedad mental que le impide comprender sus actos y ejercer su libertad de agencia. Esto reafirma un estereotipo tristemente conocido: las mujeres que matan a sus atacantes están enfermas, están locas, no saben lo que hacen.
Y esa es la paradoja que ilustra, perfectamente, el caso de Jaqueline Sauvage: a las mujeres maltratadas que reaccionan matando a sus agresores se les condena por homicidas o se les perdona por locas.
María Camila Correa Flórez
* Doctora en derecho por la Universidad de Autónoma de Madrid y profesora de derecho penal y coordinadora del programa de constitución y democracia de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes.
@MKamilaC