Dicen los que han ido, los que han tenido la plata para hacerlo, que las subastas son casi tan emocionantes como una pelea de boxeo o una buena partida de ajedrez. Y parece que todo en ellas es adrenalina, vértigo, cálculo, intriga: la cuerda floja de la vida en su expresión más absurda y delirante, agitada al mismo tiempo por sentimientos tan nobles como la pasión y la locura, y otros despreciables como el egoísmo o la voracidad.
Igual, uno sabe que nunca va a estar allí en ese mundo, y quizás por eso, desde la distancia, lo ve con tanto misterio y tanto encanto, como en las películas. Con la pieza que sea o el cuadro o el libro allí expuestos, y abajo un enjambre de gente rarísima pujando a codazos, con su paleta levantada, para ver quién se va a llevar a su casa ese Santo Grial, el que sea. Con el famoso tipo del martillo poniendo el punto final.
Claro: uno siempre ve que en esas subastas se sale todo de madre, aunque quizás para eso las organizan los que las organizan; de eso se trata, eso es lo que buscan. Y luego nadie se explica para qué carajos le sirve a un millonario japonés (o de donde sea: puede ser uno en el Japón de Suramérica) tener un diente con caries de John Lennon o el pañuelo con que se sonaba Napoleón Bonaparte en Waterloo.
Pero lo cierto es que desde sus orígenes la especie humana ha profesado esa adoración por los objetos que la sobreviven, como si en ellos hubiera un vestigio o una prolongación de esa historia que les tocó en suerte y en desgracia. Y como si al entrar en contacto con ellos, siglos después, nos vinculáramos de una forma muy particular con su destino, con el relato que duerme en sus pliegues.
Eso es lo que hace que un objeto cualquiera del pasado se pueda volver luego tan valioso: su condición de testigo de un momento o una vida memorables; la presunción de que en esas cosas, una silla o un espejo o un sombrero, por ejemplo, reside todavía, de alguna manera, el espíritu de quien los tuvo y los usó. Porque los objetos también cuentan la historia: una silla, un espejo, un sombrero; una sombra.
Ayer, por ejemplo, fue subastado por más de 400.000 euros el revólver con el que el 10 de julio de 1873, en un hotel de Bruselas, el poeta Paul Verlaine le disparó en la muñeca al poeta Arthur Rimbaud, su amigo, su amante, su perdición. Fue una bala esquiva, porque Verlaine quería matarlo, pero temblaba y gritaba tanto que a duras penas pudo herirlo con levedad; y cuando volvió a disparar le dio a la pared.
Así acababa, cómo más, ese romance tormentoso y liberador en el que dos de los más grandes poetas de Francia en el siglo XIX, si no los dos más grandes, se juntaron para ser la hoguera del universo entero. Los “hijos del sol” de los que hablaba el propio Rimbaud en una de sus 'Iluminaciones': ebrios con el vino de las cavernas, escandalizando a quien se les pusiera por delante.
Se habían conocido por carta en 1871, cuando Rimbaud, de 17 años, le envió a Verlaine, de 28, un puñado de sus poemas. A los pocos meses ya estaban juntos en París y luego Verlaine dejó a su esposa y a su hijo recién nacido para irse con su nuevo amigo, primero a Bélgica y luego a Inglaterra. Los verdaderos inventores del punk y del rock: un par de vagabundos; dos truhanes desastrados y felices.
Pero se querían matar: peleaban, se separaban, volvían. Hasta esa mañana cuando Verlaine compró el revólver con el que había prometido suicidarse o irse a la guerra española. En cambio le disparó al amor de su vida: “¡así te voy a enseñar a dejarme!”, le gritó. Rimbaud tenía 19 años, nunca más volvió a escribir poesía; Verlaine fue a la cárcel, se hizo católico.
La felicidad es un arma caliente, cantaba John Lennon.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com