Hace seis meses, el alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, y la Fiscalía, Bienestar Familiar, la Secretaría de Seguridad, la Defensoría del Pueblo, entre otras entidades, hicieron causa común para ponerle fin a la denominada calle del ‘Bronx’. Fue como revolver un panal de abejas no solo por sus efectos posteriores, sino por la magnitud de lo que allí se encontró, que es conocido por la opinión pública.
El abuso de menores, las ejecuciones a sangre fría, el tráfico de estupefacientes, el secuestro de personas son clara muestra del grado de inhumanidad reinante y de que lo que se hizo era lo correcto. Ninguna sociedad que se llame civilizada podía permitir que cosas así siguieran sucediendo. Es más: resulta inexplicable la vista gorda de pasadas administraciones, que simplemente ignoraron la actividad criminal que allí se desarrollaba o prefirieron mirar el problema de lado para no asumir el costo político.
Nadie dijo que sería fácil. Una vez intervenida la zona, el centro se convirtió en escenario de enfrentamientos entre la Policía y exhabitantes del ‘Bronx’, muchos patrocinados por las mafias que se habían apoderado del sector. Luego se quiso atacar a los comerciantes formales e invadir los barrios circundantes. Incluso, el comandante de la Policía Metropolitana denunció que la situación fue aprovechada por ciertos políticos en busca de alimentar más la zozobra reinante.
Muchos cuestionaron la falta de una estrategia más fuerte para contener tal arremetida. Y quizás les asista algo de razón. Pero ese no puede ser el único argumento para desconocer la atención social que se les brindó a quienes voluntariamente aceptaron la ayuda oficial.
El balance, seis meses después, es positivo. El solo hecho de haber desvertebrado la estructura mafiosa que condenaba a miles a terminar en las garras del vicio y la autodestrucción es un logro importante. Lo mismo que haber conseguido que más de 500 de esas personas estén hoy en proceso de recuperación o que 150 niños dejaran de ser explotados sexualmente. Una sola vida que se salve de caer en semejante abismo merece, por lo menos, el respaldo de la ciudadanía.
Y eso es lo que más duele: la indiferencia y el desdén con que desde muchas orillas se ha mirado el asunto. No ha faltado, incluso, quien sugiera que mejor hubiese sido mantener tan grande oprobio. O los que se empeñan en seguir señalando la presencia de estas personas como si acabaran de aparecer, como si el problema fuera del Gobierno y no de la sociedad en su conjunto. Los factores estructurales que dan pie al fenómeno no han desaparecido. Para ello se necesitan recursos, legislación más acorde con las circunstancias, seguridad y voluntad política para paliar una situación que, como vino a verse luego, es común a todas las grandes ciudades del país.
La Administración no debe desfallecer en su batalla contra quienes se aprovechan de la vulnerabilidad de los habitantes de la calle ni en atender como corresponde a cuantos desean su recuperación. Y una buena señal en tal sentido es permitirles participar en planes y programas que buscan, entre otros fines, una renovación urbana allí donde antes convivían con el infierno.
editorial@eltiempo.com