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Y el poder del Estado, ¿para qué?

En las regiones en las que mueren niños de hambre, las instituciones no ejercen toda su autoridad.

Claudia Dangond
Una forma de leer la historia política de Colombia es a partir de las luchas entre quienes han defendido la existencia de un Estado unitario y quienes han preferido la consolidación de un Estado federado.
Desde la etapa en la que se registra la independencia, más allá de lo que consagró la Constitución de 1811, el federalismo tuvo su edad de oro entre 1853 y 1885.
No obstante, ante el fracaso del modelo, en 1885 se retomó la idea del Estado unitario. Así lo consagraron primero la Constitución de 1886 y luego la de 1991. Lo que ha habido desde la Regeneración de Núñez hasta nuestros días es una discusión sobre qué tanta autonomía es conveniente darle a las entidades territoriales, es decir, si Colombia debe ser más o menos descentralizada.
El debate está vigente hoy. No son pocas las razones que día tras día alimentan las discusiones acerca de por qué y para qué la descentralización en Colombia: los escándalos sobre la forma en que los recursos de la salud desaparecen; la inmisericorde trampa que se hace con los dineros destinados a la alimentación de los niños; el desmedido poder y el abuso que de él hacen ciertas comunidades para exprimir al Estado so pretexto de su vulnerabilidad y derechos adquiridos y el secuestro al que se ven sometidas las autoridades por cuenta de actores ilegales son algunas de las causas que les impiden a los territorios avanzar y ofrecer a la ciudadanía los niveles de desarrollo que cada cuatro años prometen quienes compiten por llegar a los cargos de elección popular en un esquema de democracia ampliada.
Es indiscutible que la premisa de la que hay que partir cuando se defiende una u otra posición es que la mayor o menor descentralización debe contribuir a apalancar el desarrollo en todo el territorio nacional, entendido como la ampliación de oportunidades y capacidades para los habitantes del país. Se trata de aplicar el poder del Estado en función del cumplimiento de sus fines, es decir, de la satisfacción de las necesidades de habitantes del territorio colombiano.
Cuando se revisan las ideas dominantes que llevaron a los constituyentes de 1991 a dar continuidad al modelo de Estado unitario pero profundizando la descentralización, se concluye que ninguno de los objetivos se ha logrado y, en cambio, lo que otrora fuera considerado una ventaja hoy es motivo de preocupación.
Año tras año diversos estudios muestran que la confianza en las instituciones locales ha disminuido. La ampliación de la democracia que se buscó al establecer la elección popular de alcaldes en 1986 y la de gobernadores en 1991 no ha tenido el efecto de acercar al ciudadano a la autoridad ni ha permitido que esta asuma la responsabilidad del desarrollo de la región, porque no cuenta con los recursos suficientes o porque, salvo contadas excepciones, la prioridad no es el ejercicio de la función pública ni el servicio a la comunidad.
El propósito que hace 25 años llevó al constituyente a establecer un esquema intermedio entre el centralismo y el federalismo, en el cual se consideró al municipio como piedra angular del régimen territorial y se fortalecía al mismo tiempo los departamentos, no se ha concretado en un mayor impulso a la diversidad que emana de los territorios ni a una mejor calidad de vida para los colombianos.
No es posible que en las distintas regiones en las que hoy mueren los niños de hambre no puedan las instituciones entrar con toda su autoridad y competencia para dar solución. El Estado está atrapado por la corrupción que se cuela entre la autonomía de las entidades territoriales y la extorsión y abuso de las comunidades que se dicen vulnerables y a la a vez especiales.
Claudia Dangond
Claudia Dangond
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