Tacueyó es un corregimiento de Toribío, al norte del Cauca, cuyo nombre ha aparecido en las páginas de los periódicos por los actos de violencia que han tenido lugar en su territorio durante décadas.
Por la carretera que conduce de Santander de Quilichao a Tacueyó se pueden ver decenas de tumbas con cruces blancas en medio de los matorrales y avisos esporádicos de ‘Sí hay gasolina’.
La mayoría de las casas que bordean la vía tienen rejas en sus puertas y ventanas. Después de las seis de la tarde las montañas son adornadas por redes de bombillos blancos que custodian los cultivos de marihuana durante la noche.
A Tacueyó arribó el equipo de ‘Tecnokids’, un proyecto de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid), la Universidad ECCI y la Fundación Challenger que brinda a jóvenes en zonas de vulnerabilidad, oportunidades de desarrollo académico y profesional y ha beneficiado a mil niños, niñas y adolescentes en 30 municipios de 12 departamentos.
El proyecto se concentra en la Institución Educativa de la vereda La Playa ubicada a 15 minutos del corregimiento hasta donde solo se llega en moto. Camino a la iglesia de Tacueyó permanecen los ‘domicilios’, como se les conoce a quienes prestan este servicio de transporte. La carretera destapada y por momentos empinada obliga a sujetarse de la parrilla trasera y hace que el recorrido esté acompañado de principio a fin por el choque de las ruedas contra las piedras.
Por la vía que hace menos de cinco años era corredor habitual de guerrilleros que portaban su fusil al hombro, se ve pasar decenas de niños vestidos con una sudadera azul y blanca por lo general desgastada en la parte final del pantalón. Se ríen, juegan con las piedras que se encuentran en el camino y la mayoría lleva en sus ojos negros y grandes y en su piel tostada la herencia del pueblo nasa.
Al llegar lo primero que se ve es una valla que advierte: “Zona Escolar, espacio de protección humanitaria: no armas”. Unos metros más adelante de la entrada, los niños limpian sus zapatos del barro en un pequeño lavadero junto al baño. Suena la campana.
Los estudiantes de grados noveno, décimo y once que desde junio de este año han estado recibiendo los talleres del programa ‘Tecnokids’, entran lentamente al salón donde los esperan los instructores con una torre de cajas de color rojo y azul en las que están los kits tecnológicos.
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Esta vez los retos son armar un carro que funcione a partir de la luz y una alarma de 1000 hertz. Todos se ven interesados. El grupo liderado por CarlosEiner, un joven de 17 años, identifica rápidamente los componentes del circuito y sigue con atención las instrucciones de la cartilla.
Luego de un par de intentos fallidos, el circuito funciona. Adecúan con cinta las ruedas y la base que hace las veces de chasis, y salen a probarlo al patio. “Mirá, funcionó, me voy a volver millonario haciendo carros”, dice Carlos en medio de las risas de sus compañeros.
Carlos vive con sus papás y dos hermanas y cursa grado once. Cuando tiene tiempo libre trabaja recogiendo marihuana. “Uno lo hace porque lo necesita y conseguir trabajo aquí en otro cosa es jodido”. Cuando el precio está caro puede ganar hasta 150 mil pesos a la semana, dinero que emplea generalmente para ayudar con algunos gastos de su casa y comprar zapatillas.
A un mes de graduarse de bachiller, Carlos, quien es más fornido que la media de su edad, dice que quiere estudiar para ser técnico en electrónica. “Quiero otras opciones para mi vida y este proyecto, por lo menos para mí, ha sido muy bueno porque me ha enseñado muchas cosas del funcionamiento de los circuitos y herramientas novedosas que me sirven para lo que a mí me gusta”.
A un lado otro grupo intenta poner a andar su carro. Juliana, una joven de contextura gruesa, parece ser la más emocionada con la idea. “Llamen a la ‘profe’ para que nos vea”, les dice a sus compañeros mientras corta con sus dientes el último pedazo de cinta para unir las piezas. La ‘profe’ llega unos minutos después. Para ese momento Juliana, con algo de vanidad, ya había puesto a funcionar su carro más de 10 veces. “¿Sí les sirvió?”, pregunta la instructora; “Ya hasta lleva pasajeros”, responde con gracia.
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El colegio La Playa está rodeado de montañas, Karen y Laura, dos estudiantes de grado once, suelen tomar el refrigerio en la ladera más elevada del lugar. Desde allí se contempla una cadena de cerros que se extiende hasta donde alcanza la vista. Con el dedo índice señalan las zonas en las que hay más cultivos de marihuana e incluso presumen de saber cuáles son de más o menos calidad.
Las dos han trabajado en la recolección de la hierba, pero como la mayoría de sus compañeros no la contemplan como opción de vida a pesar de que reconocen que es la alternativa más posible y rentable. Karen es la menor de cuatro hermanos y aunque nadie en su familia se ha dedicado a un oficio diferente al del campo, ella quiere estudiar nutrición.
Laura, de 18 años, sueña con estudiar enfermería y algún día comprarle una casa grande a su mamá. Aún recuerda varios episodios violentos que tuvo que vivir junto a ella. Uno de ellos fue cuando en el año 2011 las Farc activaron una ‘chiva bomba’ en Toribío y su mamá quedó en medio de la explosión.
“Yo estaba en la casa y me ayudaron a salir de ahí, pero mi mamá estaba haciendo unas vueltas y la cogió el estallido. Eso fue horrible, mi mamá me cuenta que sintió como si todas las paredes a su alrededor se le fueran a venir encima. Allá era más normal, uno veía cuando le disparaban a la gente y quedaban ahí tirados”, dice con frialdad.
A la mayoría de ellos se les nota cansados de repetir el mismo destino, tal vez sea por eso que esta generación de jóvenes se rehúsa a ser de nuevo la ‘presa fácil’ de la guerra. Para Saray Vitonas, coordinadora de educación, es gracias a proyectos como ‘Tecnokids’ y a las herramientas pedagógicas que han implementado, que se han disminuido problemas que en el pasado se situaron entre los jóvenes, como el consumo excesivo de sustancias alucinógenas y el deseo imperioso por ser parte de los grupos al margen de la ley.
“Es gratificante que esta alternativa les permita a nuestros muchachos ocuparse en otro tipo de actividades y fijar su atención en alternativas diferentes para su futuro que aporten al bienestar de nuestra comunidad”, dice.
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Ahora que estas preocupaciones están más controladas, las autoridades han concentrado esfuerzos -antes destinados a combatir los efectos del conflicto-, para impedir que la lengua materna, el nasa yuwe, se extinga. “En este momento en Tacueyó son los abuelos los que conservan nuestra lengua. Por eso estamos adelantando un proyecto de revitalización con niños desde la gestación hasta los siete años”, explica Saray.
Los estudiantes se despiden en medio de sonrisas y gestos de agradecimiento mientras que los instructores alistan las maletas para su regreso. Todos vuelven a su rutina. Algunos van a la cancha de fútbol, mientras que otros se reúnen alrededor de la vitrina de empanadas y conversan. Pero hay algo que los une: todos tienen ahora una herramienta para explorar nuevas formas de vida.
*Los nombres de los menores de edad fueron cambiados por motivos de seguridad.
DEISY ALEJANDRA ÁVILA
ESCUELA DE PERIODISMO EL TIEMPO