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Un héroe de la salud pública

La medicina nacional está de duelo. Lo está, ante la reciente muerte de Hernando Groot Liévano.

La medicina nacional está de duelo. Lo está, ante la reciente muerte de Hernando Groot Liévano, el más egregio de sus representantes. Su desaparición constituye una irreparable pérdida, que afecta también a la sociedad toda, pues además de haber sido un ilustre médico fue a la vez un ciudadano ejemplar.
Natural de Bogotá, a poco de recibido de médico en la Universidad Nacional se inclinó por el estudio de las enfermedades tropicales, patología propia de quienes habitan zonas inhóspitas, olvidadas. Por eso decidió especializarse en salud pública, graduándose de Máster en la Universidad de Harvard con la palma ‘cum laude’. Desde entonces entró a formar parte de esa pléyade de investigadores que iban, a manera de apóstoles de la salud, en plan de exploradores y a la vez de conquistadores, internándose en las selvas, soportando las inclemencias de la naturaleza, tras la huella de los mosquitos y garrapatas portadores de enfermedades propias del trópico.
En alguna ocasión lo comparé con Fred Lowe Soper, el estadounidense que fuera llamado “coloso en el campo de la medicina preventiva y la salud pública”. El salubrista Groot también fue coloso y misionero, a punto tal que en 1980 la Organización Panamericana de la Salud le concedió el Premio Abraham Horowitz y la Royal Society of Tropical Medicine y la American Society of Tropical Medicine le otorgaron la Medalla Donald Mackey. Comenzando la década del 2000, nuevamente la Organización Panamericana de la Salud lo exaltó, esta vez con el título de Héroe de la Salud.
Tuve la fortuna de compartir con él la magistratura en el Primer Tribunal Nacional de Ética Médica, instalado en 1982. A su lado descubrí las facetas encubiertas que poseía de juez probo, de filósofo sutil, de maestro generoso; en otras palabras, de magistrado justo y sabio. Cada intervención suya era para mí una enseñanza, una lección inolvidable. Una de ellas fue interpretar la ética como un asunto de decencia, aceptando que esta obliga a no pactar con el inmoral. Sí, desde su posición de magistrado no fue solo un juez sino, en especial, un moralista. Más que imponer la justicia establecida, más que sancionar las transgresiones al código de ética médica, se propuso dar lecciones de moral. En esa forma ejemplarizante ejerció el magisterio.
No obstante haber dictado cátedra en la Universidad Javeriana y en la Universidad de los Andes, donde dejó más discípulos fue en la ‘universidad de la vida’, sin percatarse de que era un maestro admirable. Su modestia se lo impedía. Lo cierto es que todos los que estuvimos a su lado lo sentíamos así, y nunca advertimos en él celos o envidia de sus alumnos o de sus colegas. Es decir, tuvo la virtud del discipulismo y supo preservar la dignidad y la categoría de maestro.
La vida académica fue una de sus razones de existir. Buena parte de su trascurrir lo entregó a ella. Explicable por cuanto se identificaba con el mensaje que ostenta el escudo de su ‘alma mater’: “En la academia buscad la verdad”. Al igual que en los comienzos de su vida como investigador, cuando anduvo en pos de la verdad científica, en las academias que lo tuvieron como miembro suyo hizo otro tanto. En la de Medicina fue recibido en 1950 como candidato a miembro de número con el trabajo ‘Investigaciones sobre algunos gérmenes de la familia enterobacteriáceas’.
A partir de entonces, su presencia fue haciéndose familiar y respetada. Sus intervenciones eran escuchadas con atención y acatamiento. Ocupó la vicepresidencia y luego la presidencia en dos periodos consecutivos. Su trayectoria y su brillante gestión directiva le hicieron acreedor a la Membresía Honoraria y en 1994 a la Secretaría Perpetua, cargo este tenido como la más alta dignidad académica, pues representa la memoria viviente de la institución y obliga a desempeñarlo en calidad de notario excepcional. En condición de tal, y cercano a los 100 años, lo rindió la muerte.
FERNANDO SÁNCHEZ TORRES
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