Si a alguien le quedaba alguna duda acerca del reto inmenso que supone para el país el creciente consumo interno de drogas, la lectura del informe del Departamento de Planeación Nacional sobre la economía del llamado narcomenudeo elimina cualquier confusión: hace décadas que Colombia dejó de ser solo productor y exportador, y cada vez es mayor la cantidad de cocaína que se queda para ser vendida en nuestras calles.
Las cifras son sorprendentes y muestran la fría racionalidad del negocio. De las utilidades exorbitantes de los 80 y 90, cuando por cada kilo de cocaína puesto en Nueva York obtenían una utilidad del 2.800 por ciento, los narcos pasaron a ganancias 10 veces por debajo.
El creciente poder de las mafias mexicanas, que se quedan con la tajada más grande, y el alto costo judicial y de seguridad que este supone han golpeado el margen de rentabilidad de los capos colombianos. Y aunque lo siguen haciendo, son cada vez más los que deciden dejar aquí su cocaína, y así minimizan el riesgo de que sus cargamentos sean incautados (en este campo, la eficiencia de las autoridades colombianas es modelo mundial) y le sacan el cuerpo a la temida extradición.
Contra lo que todos pensaban, Planeación Nacional señala –basada en información de todas las agencias del Estado, especialmente de la Policía– que el margen de rentabilidad que logran los ‘reyes’ del narcomenudeo se acerca al 1.400 por ciento. Es la mitad de lo que lograban los grandes capos, pero a la vez diez veces lo que están obteniendo los exportadores de droga. Queda claro hacia dónde se moverán estos delincuentes.
Y ya se están moviendo. La macabra práctica de ‘sembrar’ drogas gratis en colegios y parques frecuentados por escolares se conoce en varias regiones del país. De esta manera, las bandas –610, según el estudio de Planeación– se abren un criminal mercado cautivo al que envenenarán por años y que además les permite convertirse en amos de la delincuencia regional. Esto, porque las redes de corrupción y violencia en las que invierten la mitad de sus ‘costos operativos’ son funcionales para otro tipo de tráficos ilegales, como los de autopartes robadas.
Este auge está asimismo amarrado a la existencia de los narcocultivos. De allí la importancia de superar ese crítico factor, como lo plantea el nuevo acuerdo de paz con las Farc. Teniendo por primera vez como aliado a un actor de la guerra que fue clave en la expansión y supervivencia del narcotráfico, el Estado deberá enfrentar el consumo por medio de políticas que traten el problema como una enfermedad y no como un delito, pero también eliminar todos y cada uno de los eslabones de la cadena criminal.
En buena hora, las Farc se han comprometido no solo a contribuir a la erradicación, sino a entregar toda la información sobre sus contactos con los narcos. Y la nueva versión del acuerdo incluye algo que se reclamaba frente al anterior: el Estado se reserva expresamente su derecho a erradicar forzadamente, incluso con la aspersión, en las regiones donde fracasen los planes de desarrollo alternativo.
El panorama es sombrío, pero, a diferencia de otros campos, aquí hay un camino recién trazado para dejar atrás los nubarrones.
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