El campo representa para Carlos* su vida. Allí, al borde de la carretera veredal tiene sus 4.000 matas de café, sus 40 gallinas y la casa que habita con sus dos hijas, tres hijastros y su esposa.
En su finca, la que compró en sociedad con su padre hace cuatro años, cultiva el café, vende huevos, mientras que su esposa cocina y atiende una tienda en la que sobresalen dos grandes parlantes que los fines de semana divierten a los clientes y vecinos que toman cerveza y juegan minitejo.
Carlos, que quiere recuperar los 14 años que vivió en la guerra y que no le “dejaron nada”, ahora tiene como proyecto comercializar su propia marca de café. “Quiero tostarlo, molerlo y comercializarlo yo mismo, que es lo que deja plata. Ojalá algún día se den las cosas, poder sacar el café terminado y que lo echen a la olleta no más”, afirma.
Es tanta la convicción con su proyecto que ya compró un pequeño lote, unos 20 metros más abajo de su casa, con el fin de poder instalar la tostadora y la moledora. Además, junto con su hermano, tiene una parcela de dos hectáreas en el cañón del Combeima, cerca de Ibagué, en donde cultivan cebolla, lechuga, cilantro, hierbas aromáticas y nabo que venden a orilla de la carretera los fines de semana o llevan a los supermercados locales sobre pedido.
Nada se desperdicia en su finca y casa, cada espacio es ocupado o por una mata de café o por las gallinas o por un pequeñísimo cultivo de cebolla larga.
Sus dos hijastros le ayudan en las labores del campo porque por las historias contadas y vividas no quisieron pagar servicio militar. “Me dijeron que no querían ir y yo les dije listo, sino quieren, no vayan, les ayudé a sacar las libretas. Además no quería que les pasara lo que a otros dos hijastros que tuve antes con otra esposa que se fueron para la guerrilla y a ambos los mataron. A la guerra nadie va a rezar”, asevera.
Una guerra en ambos bandos
La guerra a la que se refiere Carlos fue su propia guerra. Que comenzó cuando, siendo un campesino en el Putumayo, primero fue enlistado en el Ejército, donde duro dos años como soldado raso y otros cuatro como profesional. Después llegó a las Farc a enseñarles a los guerrilleros las mismas tácticas que aprendió en la milicia.
Allí duró ocho años, se fue casi obligado porque le decían que si no les ayudaba tenía que abandonar la región, se fue metiendo de a poco hasta que terminó metido todo.
“Se me hizo fácil meterme en ese chicharrón y después fue un martirio. Fue muy triste saber que había sido de la ley y después estar huyéndole a ellos. Esos ocho años no me trajeron nada bueno”, asegura Carlos.
Lo que definitivamente le hizo dejar la guerrilla fue cuando supo que sus dos nuevos hijastros estaban siendo tentados con ‘cantos de sirena’ o con mandato a ingresar a la guerrilla, “entonces yo le dije a mi esposa que cómo íbamos a dejar que a los muchachos se los lleven para allá y nos abrimos”.
Decidió irse a Mocoa, hasta donde llegó la mano de las Farc siendo carnicero en un pequeño caserío, “la orden era o que volvía o me mataban”. Entonces decidió meterse al programa de reintegración del gobierno para poder salir con su familia de la zona, y así alejarse todos de la guerra de manera definitiva.
Comenta que allá la gente piensa que si se sale de la guerrilla se mueren de hambre y eso da temor, pero después se dio cuenta que desde que sea bueno para trabajar se consigue la comida y se vive donde sea.
Terminó en Ibagué porque allí vive parte de su familia. Primero trabajó en construcción pero regresó al campo, lo que siempre le ha gustado, porque la ciudad es solo de paseo.
Y en el campo puede tener la libertad que tanto valora, la que le quitaron por 14 años tanto en un bando como en el otro, en donde tenía que pedir permiso para todo y regirse a unas reglas muy estrictas que no podían ser violadas, so pena de castigos, en un lado, y hasta de la pena de muerte, con la guerrilla.
“Estoy contento con mi vida ahora, no hay cosa mejor que la libertad, sin andar pidiéndolo permiso a nadie, sin estar sometido. Vivo alegre”, dice con una pequeña sonrisa este hombre, la viva estampa del campesino colombiano: de estatura media, fornido, manos sucias, callosas, de hablar recio y seco.
Proceso de paz, una oportunidad
Del proceso de paz entre el Gobierno y las Farc opina que es lo correcto porque la guerra no trae sino sangre, muerte y desapariciones, “nada bueno deja eso” y la gente en las zonas calientes necesita la paz porque la violencia es muy dura.
Y cree que la mayoría de los guerrilleros se alegrarían con que se terminara el conflicto y que aprovecharían la oportunidad para regresar a la vida civil.
“Hay mucha gente con necesidad y con ansias de libertad. Nadie sabe lo que es salir de la montaña a un pueblo y vivir en libertad, hacer lo que uno quiera, comer, andar, caminar cuando uno quiera”, agrega.
Por esto su llamado a la sociedad es que perdone y acepte a los guerrilleros que quieren cambiar su vida. Reconoce que todos cometen errores y los errores están hechos, a cualquiera le puede pasar.
“Si la gente común que es gente estudiada y preparada también comete errores, ahora uno por falta de educación, de tener una mente más abierta, más pensada, más fácil comete más errores”.
Convencido de que el pasado es el pasado, mira solo el futuro, el de sus hijastros y el de sus propias hijas, que para él son lo mismo. Que salgan adelante, que sean personas de bien, que estudien, para que puedan vivir libres y no tengan que repetir su historia de guerra.
*Nombres cambiados por razones de seguridad.
PEDRO VARGAS NÚÑEZ
Subeditor PORTAFOLIO