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Fragmento del libro 'Razones para desconfiar de sus vecinos'

Así inicia un cuento del libro del escritor que ganó el Premio de cuento Gabriel García Márquez.

1. Edificio Avenida
APTO. 101. Basura. Un correcto y digno tratamiento de la basura. Eso es lo primero, casi diría lo único, que yo exijo a mis vecinos. Pensará que se trata de una excentricidad, pero no lo es. Polvo eres y en polvo te convertirás, dice el Señor. Polvo, eso es lo que somos. Desechos. Escombros. ¡Estorbos! Eso es algo difícil de entender cuando se es joven, como usted, pero claro, clarísimo, cuando se es viejo, como yo. Vivir es un continuo desintegrarse, y la vejez es solo la última etapa del proceso. ¿Qué tiene que ver eso con la basura? Muchísimo. A mis años he aprendido que la manera en que la gente trata su basura es la manera en que luego tratará la basura en la que están llamados a convertirse sus padres. Enrique... Está bien. No es el momento de hablar de mis hijos. Empecemos. En primer lugar, quiero que conste que yo no vigilaba a nadie. Si encontraba algo que no me gustaba, llamaba al administrador y punto. Sin embargo, en este caso no estamos hablando simplemente de algo que me disgustó, usted me entiende. Fue mi mujer la que descubrió las particularidades del doctor Espada. No, ella tampoco vigilaba a nadie. Fue una casualidad. Es que en esa época estábamos muy tensos por lo del grito. ¿Cómo que cuál grito? El grito. El único grito que se ha oído en este edificio desde que tengo memoria.
APTO. 201. No, no tuve queja del par de viejos hasta ese momento. Cuando uno es estudiante, no se dedica solamente a estudiar, usted sabe. Y con una pareja de viejos de vecinos hay que extremar ciertas precauciones para no terminar abriéndole la puerta a la policía. Los viernes, claro. Y más los viernes a mitad de semana. Y los amigos, obvio. ¿Le conté que soy el representante de los Rosa Olorosa? ¿Los ha escuchado? Qué lástima. Un día podríamos, digo, siendo usted periodista... Ok. Después hablamos. Los viejos. A ver, al principio, cada vez que me encontraba con la vieja parada en la ventana, escondida detrás de la cortina, me decía “ahí está otra vez esa vieja chismosa”, pero ahí quedaba la cosa. Luego me fui dando cuenta de otros detalles, por ejemplo, de que nunca salían. Ni los fines de semana. ¿Qué hacían encerrados ahí todo el tiempo? ¿Ver televisión? Y además, tampoco tenían visitas. Yo sabía que el viejo era quisquilloso con la basura porque la primera vez que lo encontré sacando las bolsas, me ofrecí a ayudarle para ganar puntos, pero él no quiso. Agarró las bolsas con fuerza. Superagresivo. Que ni se me ocurriera tocarlas.
Que no necesitaba mi compasión. Usted sabe cómo son los viejos. El hecho es que nunca volví a intentarlo. Aunque tampoco sospeché que detrás del mal genio hubiera otra cosa. Lo veía cargando las bolsas y pensaba “jódase, viejo güevón” y sonreía. Así hasta lo del grito. Porque, déjeme decirle, estoy seguro de que fue un solo grito. Aterrador.
APTO. 301. Si tenía alguna relación con los viejos no es mi problema. Yo siempre he intentado ser muy reservada. La vida de los vecinos no me importa y espero que a ellos no les importe la mía. No soporto los chismes ni en el trabajo ni en la casa. Supongo que en su periódico... Independiente. Ajá. No, si no me río. Indi, de acuerdo, muy interesante. Pues bien, como le decía, sigo siendo joven, las fiestas no me molestan. Y me gusta la música. Claro, habría que discutir si eso que ponía era música. ¿Rosa olorosa? Suena a perfume barato, ¿no? Pero, bueno, la cuestión es que hay reuniones y reuniones. Parece ser que él tenía muchas. Sin embargo, yo no me enteré hasta que me lo encontré un día pegado al timbre. Serían las doce de la noche. Quería hielo. No se imagina el descaro. “¿Y se puede saber para quién es el yelo?”. “Sí, sumercé, para nosotros”. Nosotros eran ellos, los del piso de abajo, que al final resultó ser solo uno, es decir, él: el extraterrestre peliteñido que decía sumercé y yelo. De película. Fue una sorpresa, porque yo estaba convencida de que en el apartamento de abajo no vivía nadie desde hacía meses. Así fue como supe que había llegado al edificio. No, no grité, solo cerré la puerta. Y de todas formas eso fue mucho antes de lo del grito. ¿Quién le ha dicho que hubo más de un grito?
APTO. 401. Aclaremos algo antes de empezar, yo nunca he tenido tiempo para eso que llaman la vida en comunidad y que no es otra cosa que reunirse con gente con la que uno no quiere reunirse y debatir asuntos que uno no quiere debatir. Elegí el edificio porque estaba cerca de la universidad, no por los vecinos. No me preocupaba quién vivía en el tercer piso y mucho menos si alguien vivía o no en el segundo. Soy una persona demasiado ocupada para perder el tiempo en actividades de segundo y tercer orden. La calidad de los bombillos de la escalera es algo que no tiene por qué desvelarme. No, no había ningún problema con la iluminación de la escalera, es un ejemplo, una ilustración. La oscuridad de la que hablo en mis artículos es de una naturaleza diferente. Esa oscuridad es una metáfora del mal que nuestro imaginario urbano todavía no ha conseguido deconstruir. La oscuridad de nuestras ciudades tiene menos que ver con los aspectos técnicos y económicos de la producción y consumo de energía eléctrica que con la concepción misma de oscuridad que domina nuestros discursos. No sé si ha leído... En fin, ya tendremos tiempo de volver sobre ello. ¿En qué íbamos? Ah, sí, la comunidad. Pues bien, desde mi llegada al edificio esa señorita intentó varias veces llamar mi atención. Es algo que me pasa con frecuencia en la universidad, porque el saber tiene un poder de seducción que sobrepasa la pura expectativa del goce físico. Ese asedio no me afectó inicialmente. Sin embargo, con el tiempo empecé a advertir que había algo más que sexual en la forma en que me abordaba. No, yo no hablaría tanto de miedo como de sobresalto. Y, por supuesto, alguien sobresaltado se ve impulsado al exceso, que en este caso explica mi actitud, digamos, cauta y distante. No huraño: prevenido. Y entonces me despierto acosado por esos horribles alaridos. ¿Uno? ¿Está seguro? Muy raro, muy raro. En todo caso, lo importante al final es eso, que un día me despierto acosado por ese horrible alarido. ¡Dios! Solo mi preparación y autocontrol evitaron que sufriera un ataque de pánico.
2. El grito
APTO. 101. Lo recuerdo perfectamente porque estaba viendo el noticiero de las diez. Mi mujer estaba conmigo y me preguntó si había oído algo. Es que ella piensa que estoy sordo. Pero no, no lo estoy. Fue una cosa aterradora. Mi mujer corrió a mirar por la ventana. A mí no me gustaba que se la pasara ahí porque uno nunca sabe. Hace veinte años este barrio era todavía un sector respetable. No era lujoso, pero era digno. Los tiempos han cambiado. Ya no hay respeto. Ya no hay cortesía. Antes solo las personas de bien teníamos armas, pero, por desgracia, como dicen, perdimos el monopolio de la fuerza. Ahora son los hampones los que tienen revólveres y pistolas y ametralladoras y granadas. Hasta los taxistas tienen granadas. Dígame usted: ¿para qué quiere un taxista una granada? El país está en manos de los bandoleros y el barrio no podía ser la excepción. En esta calle ha pasado de todo. Atracos. Robos de carros. Incluso, hace dos meses, mataron al Tuerto. Un desechable. Inofensivo, el pobre. Pero lo cierto es que lo mataron. Esas cosas no se veían antes. Por eso es que mis hijos quieren que venda el apartamento (o eso dicen).
Entonces, como le decía, mi mujer se fue a la ventana. Lo hizo por reflejo, porque lo que habíamos oído no venía de la calle. Yo, en cambio, apagué el televisor para ver si oíamos algo más. Nada. De verdad. Silencio absoluto. Es un problema que no haya ventanas que den a la escalera. Nos pasamos media hora con las orejas pegadas a la puerta. Muy asustados, se lo juro.
APTO. 201. Estaba “fumando”. Sí, solo. Y aburrido. Alguien había quedado de pasar y no pasó y, digamos, cuando no pasa lo que uno quiere que pase y ha pasado mucho tiempo pensando en lo que va a pasar, pues se aburre. Y estar aburrido es lo peor que puede sucederle a uno cuando es joven. Yo le tengo terror a estar aburrido. ¿Sabía que en Canadá el principal problema de los jóvenes es el aburrimiento? Hay estadísticas y todo. En la universidad un cura nos puso a leer un estudio sobre el suicidio y las cifras eran espeluznantes. El estadio que precede a nueve de cada diez suicidios es el aburrimiento: por cada canadiense desesperado hay nueve aburridos. Obvio, uno después se pregunta cómo consiguen esas cifras los curas, pero cuando las lees quedas jodido. Como ellos tienen línea directa con el cielo. El hecho es que como estaba aburrido decidí poner música y fumarme un bareto, uno pequeñito. Estaba en eso cuando oí el alarido. Nunca había tenido tan mala traba. Lo primero que hice fue correr a esconderme en la cocina, detrás de la nevera, que no sé por qué siempre he creído que es el lugar más seguro de la casa. Sin embargo, ahí empecé a pensar en cámara lenta. Te van a matar como a un perro, me decía. Eso me disparó la taquicardia, y la taquicardia me disparó la paranoia, y de ahí en adelante todo fue temblores y sudor frío. La cagada. Y entonces me dio por pensar en Kafka y en que a todos los personajes de Kafka los matan como a un perro así sean cucarachas y que yo era una cucaracha que se había convertido en perro y, peor aún, en perro neverero, que es lo que, literalmente, yo era en ese momento. Las cosas que uno piensa cuando piensa en Kafka. No sé cómo me di cuenta de que el disco se había acabado y de que el edificio estaba en completo silencio. El silencio me calmó un poco. Dejé de pensar en Kafka, me armé de valor, cogí el cuchillo más grande que encontré en la cocina y me fui a la puerta. No tengo ni idea de cuánto tiempo pasé ahí o, mejor, de cuánto tiempo pasé despierto ahí.
Lo que dijo el jurado
En su acta, el jurado destacó: “Este libro presenta una realidad versátil y sorprendente contada con humor agudo y original. Es un mundo cotidiano y familiar, narrado con inteligencia literaria que se mueve hábilmente entre la alta cultura y la cultura popular, sin perder frescura. En los cuentos de Noriega conviven el cine de Hollywood, el género policiaco, los cómics, la Biblia, el erotismo y la violencia. A través de personajes que son víctimas del azar, Noriega construye sus cuentos con recursos formales, a veces tradicionales, a veces inusitados, para armar una suerte de caleidoscopio verbal en donde se entrecruzan la ironía, la parodia y la crítica a la cultura de nuestro tiempo”.
En esta edición, el jurado estuvo integrado por los escritores Héctor Abad Faciolince (Colombia), Alberto Manguel (Argentina-Canadá), Hebe Uhart (Argentina), Javier Rodríguez Marcos (España) y Carla Guelfenbein (Chile).
Cortesía: PENGUIN RAMDOM HOUSE
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