En el M-19, hasta donde recuerdo, profesábamos, sin que se nos molestara, las creencias religiosas que se nos diera la gana. En varios campamentos instalados en el bosque alto andino, a la pata del páramo, presencié y participé en varias festividades de navidades, celebradas con villancicos e improvisados pesebres.
La libertad que se respiraba para orar o hacer expresiones públicas de fe religiosa se convirtió en la guía en los debates constituyentes, por lo menos en lo que a mí respecta, para apoyar, sin ningún prejuicio o duda, la instauración de la separación de los asuntos mundanos del manejo del Estado y la política de aquellos que se mueven en la conciencia o en los corazones relativos a las creencias religiosas. “A Dios lo que es de Dios y al César lo del César”, repetía en decisiones en la Asamblea Constituyente.
Rememorando anécdotas de la guerra, muchas veces, como un recurso de fortaleza espiritual, aprendí a indagar, en las rutas de las barajas y el orden aleatorio, los presagios y el destino de muchos de nosotros. Algunos, como en las tragedias escritas en la literatura Griega, inexorablemente se cumplieron. Otros, como en la magia macondiana, quedaron extraviados en resultados de desquicies: donde la baraja anunciaba el desbarajuste definitivo, inesperadamente, florecían la esperanza y la vida.
Más allá de la religiosidad tradicional, los relatos de Afranio Parra, inspirados en la interpretación ecléctica de antiguas cosmogonías indigenistas de América Latina, nos deleitaban en sus largas conversaciones sobre la ‘Era del jaguar y el cuarzo’. Interpretamos en el rugido del jaguar los códigos de los mensajes ocultos de las comunidades de los humanos y los dioses; las trasparencias del cuarzo, atravesadas por las rayos de luz, reflejando el multicolor caleidoscopio, anunciaba el advenimiento del universo diverso.
Así pues, creyentes, ateos, agnósticos, católicos, cristianos, la más variopinta comunidad de diversidad religiosa, convivían en libertad y armonía, atados por la ‘cadena de los afectos’, por la política del amor. En el aletear desesperado del colibrí lamiendo el néctar de la flor del sietecueros, en vuelo de alas metálicas de las mariposas y en el rojo de la chuquiragua, descubriríamos los presagios de las tristezas y el advenimiento inevitable de las alegrías que nos acompañan.
Las preferencias sexuales, recuerdo, existían sin que nadie se metiera en la bragueta, en las enaguas o en la hamaca de otro, en un reconocimiento implícito de respeto de opciones sexuales distintas, en un ámbito privado, personal. Así lo vivimos y así nos emponzoñó, para bien, el veneno de los amores irredentos.
Extraña entonces, por estos tiempos, escuchar a los ‘neoconversos’ en prédicas de catecismos y de encíclicas en las que, en esencia, niegan los principios elementales de la democracia. Llamar arrebato las campanas en la cruzada anticomunista, hasta donde lo aprendí en la radical batalla por la democracia, es la negación de lo diferente, la criminalización de aquel o aquella que piensa distinto, que le canta al amor leyendo en las notas y las claves de partituras distintas.
Estas evocaciones, después de más de medio siglo del adiós a la guerra, atropellan los pensamientos en la lectura que, desde algunas confesiones cristianas, se hacen de la interpretación de la decisión mayoritaria en el plebiscito. “La ideología de género”, frase a la que le imprimieron significado altamente pecaminoso, se convirtió en la metáfora para inculcar el rechazo al texto del final de la guerra. La nueva redacción, se lee, habla de definiciones que eviten la “interpretación sexista”. Suena, por supuesto, a la exagerada negación de la libertad de pensamiento, esencia de la democracia.
Héctor Pineda
* Constituyente de 1991