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Diane Arbus: secreto 'freak'

Diane Arbus: secreto 'freak'

La fotógrafa estadounidense es homenajeada con una exposición en el Met Breuer de Nueva York.

24 de octubre 2016 , 07:15 p. m.

“FOTOGRAFIADO POR DIANE ARBUS, cualquiera es un monstruo”, se indignó Susan Sontag. Y era verdad. O es posible.

Pero también es cierto que quizá todos seamos monstruos en la vana espera de que Diane Arbus nos fotografíe y nos inmortalice más allá de aberrantes selfies. Ya no es factible. Ya no hay luz roja en ese cuarto oscuro.

Legendaria en vida, Diane Arbus –neoyorquina hasta la médula nacida en 1923– murió en 1971, deprimida y desenfocada y misántropa. Desconcertada porque su hija se acostase con una expareja suya, Marvin Israel. Y bipolar y fotofóbica, sin “contar ya con la seguridad suficiente para cruzar a la otra acera”, luego de cortarse las venas y vaciar un frasco de barbitúricos, y meterse en la bañera de su estudio despojado.

“Última cena” era la última anotación en su agenda y su ejemplar del I Ching estaba abierto a la altura del hexagrama que significa “tiempo de cambiar”. Amigas suyas recibieron flores días después de su muerte con tarjetas firmadas por ella donde se leía “¡Sé feliz!”.

Sus flores se velaron pero la sobreviven y la inmortalizan sus modélicos monstruos y, por supuesto, la leyenda cada vez más verdadera que los contiene y que la incluye.

La leyenda tan reveladora como velada de Diane Arbus. Porque los años han hecho foco en otros grandes fotógrafos fotografiables y tan narrables; como el exhibicionista dionisíaco Robert Mapplethorphe o esa sombría Mary Poppins que fue la introvertida Vivian Maier. Pero Diane Arbus sigue siendo única y –aunque tantas veces imitada– inimitable.

Desde estos días y hasta el próximo noviembre, Diane Arbus vuelve sin haberse ido nunca. Una retrospectiva de material temprano e inédito en el Met Breuer neoyorquino (Diane Arbus: In the Beginning, Breuer 945 Madison Avenue, hasta el 27 de noviembre), y una nueva y exhaustiva biografía de casi ochocientas páginas (Diane Arbus: Portrait of a Photographer, de Arthur Lubow) devuelven a aquella quien más de una vez –Sontag de nuevo– acusada de “acomodar” a sus modelos, se defendía con un “no acomodo a mis modelos a fotografiar, me acomodo a mí para fotografiarlos”.

Y ALLÍ SIGUEN estando todos, no acomodados por la acomodada. Foto de esas mellizas tan idénticamente diferentes a las que Stanley Kubrick (alguna vez fotógrafo y compañero de trabajo) homenajeó en El resplandor.

Foto de una joven pareja más cerca de la infancia que de la madurez. Foto del ciego visible Jorge Luis Borges. Foto de un patriota norteamericano desbordando acné por todos y cada uno de sus poros. Foto de un enano mexicano. Foto de un gigante que apenas cabe en el living de sus padres. Foto de una reina de belleza depuesta hace tanto tiempo. Foto de un niño crispado sosteniendo una granada en una de sus manos (y, sí, Norman Mailer advirtió en su momento que “darle una cámara a Diane Arbus es como darle una granada a un niño”). Fotos de los miembros de un club nudista (Diane Arbus se quitaba la ropa para atraparlos). Foto de una recepcionista casi robótica en su perfección. Foto de una mujer gritando en la pantalla de un cine. Fotos de strippers. Fotos de deficientes mentales enmascarados y corriendo barranca abajo. También, fotos de paisajes desnudos y de habitaciones vacías y de esa página de periódico arrastrada por el viento entre las abismales calles de Manhattan.

Todas disparadas desde muy cerca, a quemarropa.

Todas colgando en paredes de coleccionistas (en 2015, una copia firmada alcanzó en subasta los tres cuartos de millón de dólares).

Todas reproducidas en catálogos best-sellers desde hace décadas y el más vendido de toda la historia de la fotografía (el clásico Diane Arbus: An Aperture Monograph, de su primera y exitosísima gran retrospectiva post-mortem del MoMA en 1972) o el Revelations de la muestra itinerante internacional del 2003 (donde se reproducía, como en un diorama del Museum of Natural History of New York, el caos armónico de su estudio) o investigados en la ya clásica y absolutamente no autorizada por sus herederos biografía firmada por Patricia Bosworth (editada en castellano por Circe y Lumen), que la formó y deformó como freak por encima de los freaks. Y, además, obras de teatro sobre ella y hasta una fallida pero inevitablemente interesante aproximación a la biopic simbolista (Fur: An Imaginary Portrait of Diane Arbus, dirigida por Steven Shainber en 2006) con Nicole Kidman como la fotógrafa freak y Robert Downey Jr. como el peludo freak fotografiado.

Todo esto y mucho más para acabar sintetizado y buscando cobijo y coartada en uno de sus aforismos más citados y reproducidos: “Una fotografía es un secreto sobre un secreto. Cuanto más te cuenta, menos sabes… Pero yo puedo descubrir todo”.

De ser esto verdad –y lo es–, entonces una fotografía de Diane Arbus es un secreto sobre un secreto sobre un secreto. Porque una cosa queda clara y oscura y claroscura: Diane Arbus era buena para acomodarse, pero no es sencillo acomodarla para un click definitivo. Diane Arbus sigue siendo algo fácil de ver y difícil de descubrir. Diane Arbus es un secreto a voces que no por eso ha dejado de ser un secreto.

La tampoco autorizada y muy obsesiva –y menos morbosa que la de Bosworth, pero aún así…– biografía de Lubow no deja hoja de contactos sin tocar y su principal logro es la discusión y el análisis (y a menudo la búsqueda y encuentro y entrevista a los modelos originales), pero no consigue, probablemente nadie lo consiga, contrastar a fondo los contornos de aquella que utilizaba sus cámaras como máquinas de rayos láser-X.

Kid in a hooded jacket aiming a gun, N. Y. C. 1957. © The Estate of Diane Arbus, LLC. All Rights Reserved.

Quedan, por supuesto, la trama y el frente y el perfil que la hacen posar como una cruza entre verso libre de Sylvia Plath, it girl original en una Manhattan digna de los colores de Wes Anderson o el gótico cool de Tim Burton, canción triste de Eels, hembra ambiciosa en un mundo de machos de Mad Men, ama de casa turbulenta de novela de Patricia Highsmith, malhumorada de Todd Solondz y, finalmente, alguien que podría ser la elección perfecta para el retrato de graduación envuelto en plástico de la Laura Palmer de David Lynch.

Un estudio en contrastes y lo que comienza como cuento de hadas acaba como fábula de embrujada. Así, la Diane Arbus que era desde los dieciocho años la impecable esposa-colega de trabajo de su marido Allan Arbus (ambos aclarando que “detestamos el mundo de la moda”), pero también la hembra hardcore y adicta al peligro que se arrojaba de cabeza en orgías de bajos fondos y porno-shows masturbantes.

La hermana celosa de su hermana porque “yo no fui violada en mi pubertad” y la madre abnegada a la que, dicen, le gustaba preservar la sangre de sus menstruaciones en frascos de conservas. La hija de una familia acomodada, los Nemerov, como potencia comercial-intelectual: el hermano mayor de Diane fue el poet laurate norteamericano Howard Nemerov, y las hijas de Diane, además de patológicamente celosas cuidadoras de la vida y obra de su madre, devinieron en cronista y fotógrafa.

Y todo comienza con Diane Arbus como fotógrafa publicitaria para Russek’s, la elegante tienda por departamentos de su también pintor padre en la Fitfh Ave. (fotografiado en su ataúd por ya saben quién). Luego, Arbus salta a las satinadas sesiones para la revista Harper’s Bazaar y Vogue, de donde escapa irritada y desencantada. Más tarde estudia con Berenice Abbott, Marvin Israel, Richard Avedon y su mentora Lisette Model. Y finalmente descubre, caminando y disparando más por callejones que por avenidas, que “lo que intento describir es que resulta imposible escaparte de tu piel para entrar en la de otro”.

Y a veces pasa: a medida que crece su prestigio artístico disminuyen los encargos de trabajo periodístico. O, en las palabras del gran crítico Robert Hughes y mal que le pese al fantasma de Susan Sontag –sí, es una lástima que no haya una Sontag X Arbus– , ese “Diane Arbus ha alterado nuestra percepción del rostro humano”.

ANTES DE ESO, la nueva e iniciática retrospectiva en el Met Breuer aporta flamantes viejas piezas al puzzle de Diane Arbus. Material inédito hasta ahora en paredes y catálogos (más de dos tercios del mismo nunca visto pero aquí en las copias hechas por la mismísima Arbus) que más que insinúan ya el principio de lo que sería el fin y la finalidad de la fotógrafa. Primeras imágenes –tomadas entre el año de su renacimiento y fuga, 1956, hasta alcanzar la plena madurez de su estilo en 1962– de la mujer que acaba de liberarse de los artificiosos y armónicos encuadres de las revistas de moda para salir del estudio a las calles y pasar de los 35mm las 2,25 pulgadas de una Rolleiflex que se convertiría en su formato y marca y arma.

La dianarbusización de Diane Arbus. En el más ordenado de los desórdenes –mostradas casi como si se las fuese clickeando una tras a otra, desordenadas por el comisario de la muestra Jeff Rosenheim–, unas cien postales de un nuevo modo de mirar primero y de ver después. Todas colocadas en columnas individuales que las separan a la vez que generan un efecto de continuidad narrativa. Y, claro, allí ya están los primeros outsiders y las primeras fuera de la ley.

Lanzallamas y hombres tatuados y mendigos y parejas en Coney Island y hermanos siameses y travestis con pelucas à la Elizabeth Taylor y rancios matrimonios de alta sociedad en el comedor de un hotel de luxe luciendo más extraños y desamparados que todos los demás. Algunos fuera de foco, otros con una claridad que duele en los ojos.

En la biografía de Lubow se recupera una entrevista de Diane Arbus con Stud Terkel, en 1968, en la que la fotógrafa recuerda que “una de las cosas que yo más sufrí de niña fue el hecho de jamás haber experimentado ninguna adversidad. Yo vivía confinada dentro de esta sensación de irrealidad que a todos los que me rodeaban les parecía normal pero que yo sentía como algo falso”. Cabe pensar que su tempranísimo y casi convenido matrimonio y su contemplación de pieles y fiestas y pasarelas fueron la gota de líquido revelador que colmó el vaso. Y de ahí a una fotografía con el título de “Cadáver de hombre que se estaba quedando calvo”, cabe suponerse, había tan solo y nada más y nada menos que una abismal pequeño salto. Algo que se hace y se da y se quita en un segundo. En un click.

MÁS ALLÁ DE TODO rasgo y del rumor y los susurros, la ensayista Janet Malcolm da en la tecla y en el botón del disparador cuando afirma que, en sus dichos, Diane Arbus sonaba como uno de esos tan geniales como frágiles personajes de J. D. Salinger. Levantad, fotógrafos, la lámpara del flash y así habló Diane Arbus: “En ocasiones puedo ver una fotografía y, al verla, pienso: ‘Así no es, no está bien’. No me refiero a una sensación del tipo ‘no me gusta’. Es un sentimiento del tipo ‘esto es algo fantástico, pero hay algo que falla’. Supongo que se trata de mi propio sentido de cómo deben ser las cosas. Entonces es como si sintiera un muy fuerte No, un terrible No. Es algo muy privado que me permite saber cómo son las cosas realmente”; “Los sitios a los que más me gusta ir son aquellos en los que nunca he estado”; “Me he sentido como un accidente automovilístico espiritual”; “Los freaks son algo que yo he fotografiado mucho. Fue una de las primeras cosas que fotografié y me produjeron una enorme excitación. Solía adorarlos. Y aún hoy adoro a varios de ellos. No quiero decir con esto que ellos sean mis mejores amigos, pero sí que me produjeron una mezcla de asombro y vergüenza que jamás había sentido hasta entonces. Hay una cierta cualidad legendaria en los freaks. Son como esas personas en un cuento de hadas que te detienen en tu camino y te exigen que les respondas a un acertijo antes de seguir tu marcha. La mayoría de las personas que conozco va por la vida lamentándose de que han tenido alguna experiencia traumática. Los freaks han nacido con ese trauma. Se han enfrentado a una dura prueba ya desde el momento de nacer. Son aristócratas… Son personajes de cuentos de hadas para adultos”; “La cámara es tan cruel que yo intento ser lo mejor posible para compensar las cosas”; “Es algo muy sutil y hasta me da un poco de apuro decirlo. Pero creo realmente que hay cosas que nadie puede ver si yo no las fotografío”.

Y OTRO SECRETO nunca confirmado, nunca visto: Diane Arbus fotografió su propia muerte. Una cosa sí es verdad: durante el memorial funerario, Richard Avedon suspiró un “¡Cómo me gustaría ser un artista como Diane!” A lo que el avant-gardista Frederick Eberstadt respondió: “No, no te gustaría”.

Tantos años después nos gusta que nos sigan contando el cuento –y nos gusta seguir mirando a cámara, y viendo como si fuese en un espejo deformante pero tan preciso– y no contándonos del todo ese aristocrático secreto llamado Diane Arbus.

No sonrían.
Pero sí miren a cámara, a esas fotos que vio su cámara.

RODRIGO FRESÁN

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