“Lo único que salva el acuerdo con las Farc –escribió María Isabel Rueda– es un texto que surja de un gran acuerdo nacional del Sí y del No”. Afirmación sensata. Y lógica. Más aún, de haberse suscrito antes de que se iniciara el proceso de paz, el acuerdo con las Farc quizás habría ocurrido tiempo atrás. Nos habríamos ahorrado el plebiscito.
No se trata de abrir aquí juicios retrospectivos. No es problema para hoy. Pero sí es importante reflexionar sobre las enormes resistencias intelectuales frente a las propuestas de ese “gran acuerdo nacional”, hasta su rechazo abierto entre dominantes voces de la opinión pública.
Son críticas múltiples, de diversos orígenes y variada intensidad. La más suave señala la iniciativa como “un viejo sonsonete”. El “sonsonete” parece tan viejo como la crítica más común, esa sí “recurrente”: que se busca revivir el Frente Nacional (FN), fantasma culpable de todo mal.
Cualquier propuesta de acuerdo nacional se descalifica pronto como un “canto de sirena” o “bobería republicana” (en alusión al movimiento que orientó Carlos E. Restrepo a comienzos del siglo XX), o como “contubernio” y “componenda” de élites excluyentes que habrían gobernado el país a su antojo desde la eternidad. En este discurso, los consensos nacionales se identifican con una “tradición” despreciable.
Comparto con estas respetables voces su frustración con los resultados del plebiscito y su preocupación por la paz. Pero su argumentación es bastante simplista, llena de confusiones y equívocos, y contradictoria con el mismo propósito de la paz.
No es oportuno convertir esta en una reflexión histórica. Tan solo quisiera sugerir que un mejor entendimiento del FN sigue haciendo falta en un debate que exige más sutilezas. Por lo menos es preciso registrar dos hechos: que, si de refrendaciones se trata, el FN recibió el respaldo electoral más alto en nuestra historia (72 por ciento); y que dejó de existir hace ya mucho tiempo. Hasta donde sepa, nadie ha sugerido revivirlo.
También importa registrar que el desprecio por una tradición de política consensuada solo favorece a los guerreristas de todos los bandos, hasta otorgarles legitimidad a sus estrategias bélicas.
Es tal vez más importante tener mayor claridad sobre una premisa fundamental: la imperiosa necesidad de contar con unos consensos mínimos, sin los cuales no hay democracia posible. Estos consensos presuponen con frecuencia acuerdos entre élites (por lo menos de seguridad recíproca, de arreglo pacífico de las diferencias). Revísense el libro clásico de ese gran teórico de la democracia, Robert Dahl (La poliarquía), o el más reciente de Scott Mainwaring y Aníbal Pérez-Liñán ('Democracies and Dictatorships in Latin America').
Claro que no bastan acuerdos entre élites. Importa así mismo la inclusión del universo ciudadano –elemento definitorio–. Pero la polarización de las élites ha sido en la historia de la democracia regional (y colombiana) preludio de desastres.
Quienes no encuentran aceptable la necesidad de acuerdos nacionales por considerarlos “elitistas” tendrían que reconocer lo obvio: que los acuerdos logrados en La Habana fueron entre dos grupos de élites, así hubiese importantes elementos de participación. No se puede además, en lógica, levantar banderas contra la exclusión y al tiempo forzar acuerdos rechazados por la mayoría del electorado.
“¡Acuerdo ya!” debe entenderse como un reclamo por un amplio pacto nacional. Como lo observó Rueda, la paz exige un acuerdo entre el Sí y el No. Tal acuerdo sería más probable bajo una atmósfera intelectual que supiera apreciar mejor las bondades de los consensos nacionales.
Eduardo Posada Carbó