Ya es la tragedia más grande en lo que va del siglo XXI, y por lo visto tendremos que seguir contando muertos y conmoviéndonos con las imágenes de un conflicto que no parece tener fin.
La guerra en Siria cumplirá seis años en febrero, con un saldo de más de 300.000 muertos (al menos 15.000 menores), unos 12 millones de refugiados y desplazados internos y un álbum de atrocidades que van desde el uso de armas químicas y los bombardeos inclementes contra hospitales hasta la destrucción sistemática de joyas del patrimonio cultural y artístico de la humanidad, como Palmira y el zoco histórico de Alepo, la ciudad más martirizada en la actual etapa de esta demencial barbaridad.
Siria se convirtió en el laboratorio experimental en donde las potencias mundiales y regionales se muestran los dientes y luchan por sus intereses nacionales y geopolíticos, sin detenerse en el drama humanitario que arrastran.
Lo que en el 2011 era la protesta pacífica de miles de jóvenes dentro de la Primavera Árabe, para que el gobierno totalitario de Bashar al Asad (con 16 años en el poder, el cual recibió de Hafez, su padre, quien ajustó 29 hasta su muerte) abriera espacios democráticos en el país terminó convertido en una carnicería.
El grupo terrorista Estado Islámico (EI) quiso aprovechar la debilidad de Al Asad para imponer su califato en Siria e Irak; Rusia salió en defensa de su aliado en la región no solo para consolidar su posición geopolítica en el Mediterráneo, sino para incomodar a Estados Unidos; Washington –de alguna manera inspirador de las primaveras árabes, con el famoso discurso del presidente Obama en la Universidad de El Cairo en junio del 2009– y los aliados occidentales salieron a defender a la oposición moderada para tumbar a Al Asad; y Arabia Saudí e Irán, los dos verdaderos grandes jugadores de la región, mueven sus fichas enmarcados en la lucha global entre las dos grandes corrientes del islam: suníes y chiíes. Riad, supuestamente, apoya soterradamente al EI, mientras Teherán respalda abiertamente a Al Asad a través del movimiento libanés Hezbolá.
Un salpicón de intereses que tiene un ingrediente adicional con la llegada de Turquía, nación que mantiene una ambigua posición supuestamente combatiendo al EI, luego de que se dijo que ayudaba a su financiación, pero con la mirada puesta en la nación kurda, cuyas reivindicaciones históricas está lejos de aceptar.
Por eso, todos los intentos de alto el fuego y tregua humanitaria han fracasado, porque parar la guerra ralentiza los intereses de alguno de los bandos, en momentos en que el EI ha cedido importantes conquistas territoriales y los bombardeos rusos tienen a la oposición contra la pared. Hoy, en Suiza, la diplomacia se dará una oportunidad, pero no hay muchas expectativas.
Por lo mismo, ya se da como un hecho que si la guerra llega a parar, la integridad territorial del país no será igual a la que se conocía antes del 2011. En eso coinciden los analistas, que ven en la fragmentación algo inevitable, así como otros observan en este primer gran conflicto de la centuria las inquietantes señales de una guerra fría en la cual el componente ideológico no parece ser clave. Detener el horror sí lo es.
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