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Ya quisiéramos

Quizás no haya un prejuicio más grande que el que arrastra la Edad Media desde el siglo XV.

Se ha puesto de moda otra vez en Colombia, como desde hace más o menos cinco siglos y medio en el resto del mundo, hablar mal de la Edad Media y usar ese adjetivo, el de lo ‘medieval’, para flagelarnos con él y atribuirle la mejor definición de lo que somos, la cifra de todos nuestros males, de nuestro atraso, de lo que nos falta para llegar algún día a la Modernidad.
Incluso Juan Pablo Calvás, que es un excelente periodista y un gran tipo, escribió hace un par de días, aquí mismo en EL TIEMPO, una columna que se llama así, ‘Colombia medieval’, y en ella recoge esa queja indignada que he oído miles de veces en boca de tantos: la crítica a un país salvaje y fanático que no ha salido del ‘oscurantismo’; el escarnio de una sociedad de rodillas ante Dios.
Eso no lo dice así Calvás, claro que no, pero en su columna sí recuerda la frase que García Márquez le atribuye a Bolívar en 'El general en su laberinto': “Déjenos hacer tranquilos nuestra Edad Media...”. Allí estaría la explicación, según muchos, de por qué somos así. Nuestro medievalismo terco y anacrónico daría la clave de todos los lastres que nos han impedido el progreso, la felicidad.
Y asoma uno la cabeza por donde sea y en principio eso es cierto, hay escenas aquí que parecen sacadas del libro de Rodolfo el Calvo: horrores sin cuento, fanatismo, superstición, vías ruinosas, políticos abyectos o intrigantes o camanduleros. Una lucha entre la razón y la fe que gana casi siempre la fe, sin contar con que en Colombia logramos un absurdo milagro: la unión, en la misma furia, de católicos y protestantes.
Para nuestro presunto medievalismo hay, desde luego, una explicación histórica, y es que la España que emprende la llamada ‘conquista de América’ (y esa polémica sí para otro día; ayer, por ejemplo) es justo la España de los Reyes Católicos, la del triunfo de la Reconquista contra el islam, la de la consolidación de un proyecto político que por los próximos siglos se basaría en la versión más férrea y radical del catolicismo.
O para decirlo mejor: la España que llega a América (y la inventa, la destruye, la niega: todo eso al mismo tiempo) es una prolongación consciente y combativa del universo medioeval, y la empresa americana fue quizás el triunfo mayor de ese espíritu. Cocodrilos que eran tenidos por dragones, conquistadores que se creían Amadís de Gaula: la Edad Media en el trópico.
Y un país en el que hay lugares que se llaman Roncesvalles, La Tebaida, Cartago, Ginebra no puede sino acreditar su herencia medieval, eso sí, en su versión hispánica tan llena de contradicciones y complejos, tan mestiza y a la vez tan excluyente, tan arrogante, tan violenta; “usted no sabe quién soy yo”. Una mentalidad que logró que aun el discurso igualitario de la Modernidad sirviera para perpetuar sus privilegios.
La historia, sin embargo, debería servir más para establecer matices que para confirmar prejuicios, y quizás no haya un prejuicio más grande que el que arrastra la Edad Media desde el siglo XV, cuando sus primeros enemigos la bautizaron así, en un esquema en el que antes estaba la oscuridad y con la Modernidad empezaba la luz. ‘Media tempestas’ la llamó Giovanni Andrea del Bussi: el tiempo medio, el abismo.
Pero ese tiempo fue también el de Dante y Petrarca, el del Amor Cortés, el de Alcuino de York, el de María de Francia, el de Casiodoro, el de Boecio, el de Avicena y Leonor de Aquitania. Una de las épocas más brillantes de la historia, a la que ya quisiéramos haber llegado nosotros. Quizás ese es nuestro problema, que más que no haber salido de la Edad Media ni siquiera hemos entrado en ella.
Nosotros, en nuestra Edad de Piedra.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
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