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Un libro abierto

Era el modelo de su oficio, el mejor que yo haya conocido: lector lúcido y gran conversador.

Siempre se ha dicho que uno debe de tener a la mano, por si se le tercia cualquier cosa, un buen amigo que sea buen médico, y otro que sea buen abogado, y otro que sepa cocinar, y otro que quizás sea notario o peluquero o al menos cura –o las tres cosas a la vez, nunca se sabe– y también otro que sea músico, pero solo si es tan competente como el médico, porque su misión es igual de grave y delicada.
Yo en cambio creo que lo más importante en la vida es tener un buen librero: un fiel proveedor de esa forma insuperable de la felicidad que son los libros; el vicio. Porque además un buen librero, y según la situación, es todas esas cosas a la vez, abogado o médico o cura o peluquero. Y es también el mejor de los siquiatras y no cobra por eso (por eso no) y es un consejero espiritual y un confidente como no existe otro.
Los hay de todo tipo: elocuentes, distantes, eruditos, salvajes, callados, cínicos. Unos no se mueven del mostrador, otros se la pasan limpiando con un trapo el polvo de los anaqueles, o fijando precios, o cotejando ediciones; y hay incluso algunos, un clásico del gremio, que profesan un desprecio inocultable por lo que los libros contienen, y para ellos no hay allí sino un negocio que igual podría ser de papas o de bicicletas.
De los libreros históricos en Bogotá no quedan acaso sino dos –y si falta alguno le ofrezco perdón, como se dice ahora–: Felipe Ossa, en la Librería Nacional, estupendo consejero; y doña Lili Ungar, en la Librería Central, que parece un personaje salido de alguno de los libros de su tienda, solo que con una historia mejor que la que cualquiera de ellos cuenta, y ella siempre con su sabiduría y su bondad que lo impregnan todo allí.
Igual hay librerías muy buenas en la ciudad y decir los nombres de algunas de ellas es un acto de justicia y gratitud, como si fuera un poema: Lerner, por supuesto, tanto en el centro como en el norte; Prólogo, Arteletra, Luvina, Tornamesa, Wilborada, La Madriguera del Conejo, Casa Tomada, Espantapájaros, Babel y una que acaba de abrir don Camilo Jiménez, Santo & Seña. Y supongo que muchas más, ojalá.
Aunque yo, lo reconozco, soy más de librerías de viejo, quizás por lo que decía Mario Levrero, el gran maestro: los libros antiguos tienen hongos, ya lo sabemos, pero nadie nos dijo que eran hongos alucinógenos y que gracias a ellos contrajimos la adicción incurable al polvo, al tiempo contenido en esas páginas manchadas, en esas tapas de cuero o de tela, en esas flores marchitas o en esas fotos que pasan de mano en mano.
Mi librero de planta se llamaba Guillermo Martínez González, ‘Don Guillermo’, y murió la semana pasada en Bogotá. Era el modelo de su oficio, el mejor que yo haya conocido: un lector lúcido y generoso y un gran conversador, y además un magnífico poeta y un mejor ser humano. Tanto que yo llegué a la conclusión un día de que él había fundado su librería, Trilce, como un acto de caridad con los demás.
Allí, “a la sombra del sauce”, como decía su tarjeta, nos dimos cita durante años toda clase de amantes de los libros, que en ese espacio teñido por el jazz se volvían un pretexto para el diálogo y la amistad. Y ese milagro, esa puerta siempre abierta que se acaba de cerrar, fue posible solo gracias a don Guillermo: a su espíritu libre, a su manera paciente y amable de gobernar.
Murió el 26 de septiembre y fue como un símbolo y un presagio que se muriera ese día que parecía tan feliz. Entonces, por la tarde, fui a la librería sin saber muy bien por qué, como para despedirme.
Me asomé por la ventana, ya no era una fiesta. Pero en la mesa de siempre, donde él se hacía, quedaba un libro abierto.
Qué falta nos va a hacer, don Guillermo.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
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