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Concordia e institucionalidad democrática

La derrota del Sí no significa el retorno de la barbarie y la exacerbación de las pasiones homicidas

Para entender la razón de la respuesta mayoritaria en el plebiscito del domingo 2 de octubre es menester recordar el texto literal de la pregunta formulada, a saber: “¿Apoya usted el Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera?”. Probablemente no se encuentre en la historia de la humanidad un texto de su género tan intrincado y prolijo. Tanto menos cuanto que se hallaba referido a un estudio mucho más extenso y abstruso, difícil de digerir por la masa de los no iniciados y mucho menos por cuantos no participaron en su cuidadosa elaboración, durante cerca de seis años.
Vale la pena recordar a qué estaban respondiendo los electores para explicar el sentido de sus respuestas, más actos de fe que opiniones tranquilamente maduradas. Igual habrían podido optar por la paz que aceptar a ciegas brotes de guerra. No era, desde luego, el caso de las Farc por haber contribuido ellas a su paulatina elaboración y compartido el objetivo de converger en una etapa que se anticipaba de diez años de duración y consolidación.
Tan sorprendidos han sido los numéricamente derrotados por pequeño margen como los inesperadamente triunfadores. Unos y otros han demostrado, por fortuna, madurez de juicio y actitud. Ni vanos triunfalismos ni exasperados derrotismos. Por el contrario, la tendencia predominante ha sido la de promover el diálogo con los contrarios y ver de hallar soluciones ecuánimes de conciliación y paz. Comprobado ha sido que el país no se inclina por las soluciones violentas, rencorosas y exclusivistas. La paz ha venido a ser la solución civilizada a los ojos de propios y extraños como los que enaltecieron con su presencia la firma de los acuerdos preliminares de convivencia patriótica.
Quizá muchos nos anticipamos a celebrar los acuerdos de paz, sin advertir que faltaba en ellos la presencia de una importante franja de la opinión colombiana y que estaban comprometiendo buena parte de la institucionalidad democrática. Porque el diseño sobre el cual versaba el interrogante plebiscitario no era para salir del paso ni para caracterizar a un determinado gobierno, sino para regir en una nueva etapa en remplazo de la que implícitamente se tendía a sustituir.
Con franco regocijo es de celebrar el gesto del expresidente Álvaro Uribe de tomar la iniciativa de visitar al Presidente de la República, en compañía de destacados asesores, para ver de procurar salidas a la presente encrucijada. Similar tono de moderación han asumido varios de sus seguidores, entre los cuales se ha destacado su vicepresidente, Francisco Santos, quien no se ha distinguido por inclinaciones conciliadoras.
No cabe desconocer que para Colombia entera ha representado ostensible traspié, enseguida del hermoso espectáculo de la firma del Acuerdo Final de Paz en Cartagena y la convocatoria del plebiscito que habría de sellar, con el respaldo del pueblo, los compromisos en él contenidos. Hasta generosas contribuciones de potencias extranjeras se anunciaban en apoyo del ejemplo de civilización y concordia que se estaba dando al mundo. Fuera de la cooperación, en marcha, de la ONU para el desmonte de los cuadros guerrilleros.
La derrota inocultable del Sí a la propuesta original no significa el retorno de la barbarie y la exacerbación de las pasiones homicidas, a menos que cayéramos en la trampa de esta impredecible casualidad. No se vaya a alegar que todo estaba sujeto a los vaivenes de los acuerdos de La Habana ni que su incorporación a la legalidad sustituyó de facto la fisonomía de Estado social de derecho y, por ende, a la Carta del 91, con sus emanaciones democráticas. Por lo menos, ese tránsito todavía no ha ocurrido, ni habrá de ocurrir. De consiguiente, no haya infundadas y precipitadas alegrías por el presunto desfallecimiento de las actuales instituciones democráticas.
Abdón Espinosa Valderrama
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