El 2 de octubre fue el gran día para Colombia, el momento culminante en el que se definía la historia del país, ese pequeño instante de los últimos 200 años en el que los ciudadanos podían decidir de una vez por todas sobre el pasado y el futuro de una nación. Pero los votantes no asistieron a las urnas. De los 34.899.945 colombianos que estaban habilitados para votar, apenas 13.053.364 acudieron al llamado, sin lugar a dudas, la abstención fue la que decidió el resultado de las elecciones del domingo pasado. ¿Se trató acaso de otro episodio más de indiferencia y parquedad?
La abstención no siempre significa mera neutralidad. Una buena parte de los no-votantes, aquellos indignados que acompañaron al Movimiento Libertario en el llamado a abstenerse, no se sintieron representados por la pregunta del plebiscito ni por sus opciones; comprendieron que el problema de la violencia en Colombia va más allá del resultado de las negociaciones entre el Gobierno y la guerrilla de las Farc y no quisieron legitimar a través de una falsa dicotomía a las élites políticas de siempre, ni al discurso apocalíptico de Santos y Uribe, ni mucho menos a la mala costumbre colombiana de apoyar personas pero nunca – o casi nunca- defender principios.
En este sentido, el resultado del plebiscito abre la posibilidad de abordar el problema de la violencia desde una perspectiva diferente que se aleje del discurso político tradicional, de las frases de cajón y del pacifismo ciego. En líneas generales, para alcanzar una verdadera paz es necesario empezar por proteger, legalizar y garantizar la propiedad del campesino; defender el fruto de su trabajo y esfuerzo y eso incluye protegerlo tanto de la amenaza de los grupos ilegales armados como del enorme peso de los impuestos, que en últimas hace que se reduzcan sus posibilidades de crecimiento, de dar empleo y de mejorar el país.
Pero no solo es importante defender las libertades económicas, también es fundamental asegurar la capacidad de las personas para expresarse y respetar de forma irrestricta los proyectos de vida de los demás, sin importar su religión, sus preferencias personales o su orientación sexual. En suma, el camino a la paz transita la ruta de la libertad y de la protección a la minoría más importante de todas: el individuo.
Esto va más allá de la simple retórica. Desde el Movimiento Libertario rescatamos principios que conducen a una propuesta oportuna que lleva a la salida efectiva de la violencia. Nos referimos concretamente a la legalización de las drogas y el abordaje de esta problemática a través de un enfoque de salud pública.
Como es sabido por muchos, el combustible del conflicto armado es y sigue siendo el negocio de las drogas y no la ideología comunista. Así, tal como lo explicó Milton Friedman en su famosa entrevista con Randy Paige, el riesgo de ser narcotraficante hace que el pago suba convirtiéndolo en un negocio verdaderamente rentable. Dicho de otra forma, algo de elaboración tan artesanal como la pasta de coca y la cocaína adquieren su altísimo precio simplemente por el hecho de ser ilegal.
Por esto, no es casualidad que los lugares en los que se concentra la violencia homicida en Colombia coinciden con aquellos puntos estratégicos donde se encuentran los cultivos de coca y las rutas para el tráfico de drogas. No es por azar que en 1982 las Farc pasaron de contar con unos 1.600 hombres en armas a más de 20.000 justo después de que se vinculó decididamente con el muy rentable negocio de la cocaína. Pero sobre todo, no es accidental que la violencia de antes de ayer se llamó Cartel de Medellín y Cartel de Cali, la de ayer se llamó Cartel del Norte del Valle y Autodefensas y la de hoy se llame Farc, todos ellos, comprando sus armas, sus explosivos, sus minas, sus soldados y sus lugartenientes con el dinero que genera el mismo producto.
Sabemos que no es una fórmula mágica pero es un buen comienzo. La legalización de las drogas debe ir acompañada de la libertad económica, la generación de una justicia imparcial y expedita, la definición y garantía de los derechos de propiedad, la eliminación de impuestos y aranceles al campo para hacerlo productivo y la reducción dramática del tamaño del Estado que cada día gasta más y, por tanto, deja en los bolsillos de los ciudadanos cada vez menos.
Sin embargo, si lo que buscamos es que los violentos no puedan seguir comprando sus armas de guerra pero además queremos se vean obligados a solucionar sus disputas de forma pacífica a través de la justicia ordinaria, la legalización de las drogas es sin lugar a dudas el inicio correcto.
Después de más de tres décadas de violencia y más de 8 millones de víctimas que fueron torturadas, secuestradas, extorsionadas, asesinadas y desaparecidas con esas armas que se financiaron con la droga, sin lugar a dudas la legalización de las drogas es el punto de partida, la estrategia olvidada que soluciona el problema pero no gana elecciones.
JULIO CÉSAR MEJÍA QUEVEDO
Director del Movimiento Libertario