Es digno de una película macondiana. El secuestrador deja la foto de su rostro, sin saberlo, en la cámara de su secuestrada.
En la imagen, el comandante ‘Marcos’ del Eln tiene el gesto de quien intenta descifrar un misterio. En este caso, conocer cómo funciona la diminuta GoPro, un aparato que no tiene pantalla para ver qué imágenes está registrando.
Debió apretar varias veces el botón mirando al objetivo. Su cara está en varias fotografías; en dos de ellas también aparece otro hombre, vestido de civil, ajeno a lo que ‘Marcos’ está haciendo. Se encuentran en una estancia amplia, de techo de zinc y paredes verdes.
Di con ella descargando la GoPro que me quitaron el día del secuestro y me devolvieron tras la liberación.
‘Marcos’ controla, entre otros lugares, la vereda Buenos Aires, del corregimiento Filo Gringo, a una hora en moto de El Tarra, en pleno corazón del Catatumbo. Fue el comandante que anunció que me quedaba con ellos y me entregó botas de caucho, el pantalón y la sudadera negra para camuflarme entre sus guerrilleros.
Ahora retomo las historias que interrumpió en su día. Una giraba en torno al universo de la coca, las bandas criminales y el espacio que dejaban las Farc; la otra, sobre un campesino admirable que trabaja por un Catatumbo sin cultivos ilícitos. Adelanto unos brochazos de un cuadro que no está completo. (Ver también: Un secuestro absurdo 1)
Fue lo primero que advertí al miliciano del Eln que se quedó con todo lo que llevaba encima ese día de finales de mayo. “Encontrará fotografías de Yulecer Antonio Torrado y anotaciones en mi cuaderno sobre él. Nada tiene que ver conmigo, solo aceptó una entrevista en su finca para hablar de sus planes de sustitución de cultivos de coca”.
“No hay problema con él. A Yulecer lo respetamos, está en su cuento y no hace daño a nadie”, respondió el miliciano. Hasta la fecha el Eln ha cumplido, no lo han molestado.
Tres reinos
El Catatumbo es una región selvática y montañosa, fronteriza con Venezuela, tan bella como compleja. En los últimos tres años, los sembradíos cocaleros se triplicaron hasta alcanzar cuotas similares a los tiempos de la bonanza de principios de siglo, cuando las extintas Auc y las Farc eran los principales dueños del territorio.
Esa vez comencé mi periplo en Teorama, a un par de horas de Ocaña. La estación de policía, sita en el parque principal y protegida por una pila de trincheras, solo sirve de diana para los francotiradores del Eln y el Epl. Los agentes apenas la abandonan. Su misión principal se limita a salir vivos de una localidad en la que no se fían de casi nadie, y casi nadie de ellos. (Ver también: 'Santos sabía que yo estaba secuestrada': Salud Hernández)
“En la región los niños crecen viendo normal lo ilícito. Su proyecto de vida es tener plata, gastar en trago, tener novia y pertenecer a un grupo armado porque te genera reconocimiento, respeto y poder”, explicaba un nativo, hastiado de la violencia, el narcotráfico y la ausencia de Estado.
“El accionar de las Farc bajó, pero subió el del Eln y el Epl, sobre todo desde el 2014. Los del Epl son más matones, este año van diez muertos”, agregó. Se mueren por entablar relación con un policía, por sospecha de ser informante, por ladrones, por viciosos, porque sí. “Hay personas a las que les ha tocado desplazarse” por miedo a morir asesinados.
El comentario que circulaba por las calles es que la desmovilización de las Farc no supone para Teorama la paz. El espacio libre que dejan, otros lo ocuparán.
Ha sido tan constante la violencia en el último lustro que en el 2012 y el 2013, en plenas fiestas patronales de la localidad, hostigaron a la Policía. En los dos años siguientes no las celebraron, para evitar mayores problemas.
Lo triste, me decían, es que son los jóvenes quienes representan el mayor peligro. “Cada día hay más de ellos armados, presumen de pertenecer a un grupo”, apostillaba un vecino. “Aquí no son guerrilleros de tiempo completo, sino milicianos”.
Tan impotente se siente la ciudadanía, prosiguió el mismo señor, que miran con envidia al corregimiento de San Pablo, un pueblo sin policía, controlado por completo por las guerrillas. “Allá la comunidad regula y castiga a los que hacen desorden, y los grupos armados respaldan a la junta”.
En Teorama, sin embargo, no tienen autoridad distinta a la Policía, concentrada en defenderse de la guerrilla e inservible para combatir riñas callejeras y delincuentes comunes. “Estamos peor que en las poblaciones donde no hay policía y manda la guerrilla”.
No fue siempre igual. Teorama presumía de ser la capital piñera de Norte de Santander, pero decayeron las siembras y creció la coca a tal punto que hoy en día, para hacer la torta de piña, famosa especialidad local, con frecuencia la deben traer de otros pueblos. A ello se suman, como en casi todo el Catatumbo, la falta de servicios básicos, unas vías intransitables, educación precaria, presupuesto municipal raquítico y corrupción rampante. (Ver también: Las razones de Salud Hernández para dejar de ser columnista).
Del casco urbano de Teorama fui a San Pablo, por la carretera destapada. “Vivimos de la coca, no hay alternativa viable”, me dijo en la pequeña población un comerciante avispado y amable. Le pregunté por las columnas de espeso humo negro que había visto en el camino. “Es patagrillo”, respondió. Se trata de un derivado del petróleo, muy contaminante, destinado a los laboratorios de base de coca de la zona que los propios lugareños producen.
El último destino, El Tarra, queda a unas tres horas por la misma vía polvorienta, que corre por la cordillera Oriental. Es el epicentro cocalero, el municipio donde más laboratorios de cocaína destruyeron la Policía y el Ejército en el 2016.
Por la dinámica del comercio y las casas y locales nuevos, se nota que corre el dinero con alegría y que muchos invierten bien los ingresos cocaleros.
![]() Una de las historias que la periodista fue a buscar a El Tarra era sobre la coca. Foto: Salud Hernández-Mora |
En cuanto llegué, encontré el pueblo alborotado por la desaparición de dos jornaleros. En principio achacaron su ausencia al Ejército, y al cabo de los días descubrieron que se fueron a trabajar a una finca sin avisar a sus familias.
La desconfianza hacia los militares es inevitable por ser la economía local ilícita, por el dominio y la influencia de las guerrillas y por los años en que las Auc masacraron campesinos con la complicidad de los uniformados.
Aunque hay un batallón a la salida de la población y una estación de policía, son los milicianos y las asociaciones campesinas del entorno guerrillero los que ejercen el mando. Ascamcat es cercana a las Farc; Cisca, al Eln, y MLP, el menor y más nuevo, al Epl.
Entre todos ellos y la comunidad han formado una guardia campesina, semejante a la indígena, que con un bastón impone autoridad en disputas menores; para las grandes, hay que recurrir a las guerrillas.
“Usted ve a los milicianos sembrados en el parque con su arma escondida”, susurra un muchacho joven. “Los ‘pelusos’ (apodo del Epl) son los más malos”. Precisamente, fueron ellos quienes asesinaron en esos días a uno de sus hombres. Se llamaba Eric Torres y tenía 22 años. El joven salió al pueblo a buscar a sus papás y a la junta de acción comunal. Acompañado por ellos, fue al monte y solicitó a su comandante permiso para desmovilizarse.
“Dijo que sí, que listo, que se podía ir, pero que se quedara esa noche con ellos y luego lo mandaban al pueblo. En cuanto se fueron la familia y los de la junta, lo mataron”.
La familia y un buen número de vecinos velaron el cadáver en la funeraria de El Tarra, pero nadie denunció el crimen ni protestó en voz alta. “Aquí uno se calla”, me dijo el muchacho. (Ver también: El diario del secuestro de Salud Hernández)
Comenté con el alcalde y algunos de sus asesores lo incómodo de vivir en un lugar donde te sientes siempre vigilado y lo que ocurre solo se habla a media voz o se silencia. “Peor es en Bogotá. A usted lo matan para robarle el celular”, contestaron con fastidio.
Dado el clima de silencio reinante, resulta aún más valiente la posición de Yulecer, un agricultor que abandonó sus cultivos de coca porque no quería ser cómplice del infortunio de los drogadictos, de sus vidas rotas. Antes solo los veía por televisión en las películas, ahora los tienen en sus propias calles.
Y Yulecer lo predica a los cuatro vientos, nunca se tapa la boca, pese a los grupos armados y la infinidad de cocaleros renuentes a abandonar una economía que les brinda seguridad económica y unos pesos extra.
“Tomé la determinación de no contribuir más a los males internos de Colombia y de otros países. La descomposición social viene en un 70 por ciento de las drogas”, decía convencido de su causa. “Yo sembré por años las matas, tenía diez hectáreas, sin darme cuenta del daño que causaba al mundo y la mala imagen que es para mis hijos. La coca nos ha matado”.
Ahora maneja un pequeño camión que no le proporciona ni la mitad de ingresos que la coca, creó la Fundación Funhdua, a la que ha enganchado a un puñado de campesinos que sueñan con seguir un día su ejemplo. Solo necesitan un empujón del Gobierno y de las entidades estatales. “No me importa el dinero. Mi afán es ver el país diferente. Acabando la coca se acaba la cultura de la guerra”.
SALUD HERNÁNDEZ- MORA
Especial para EL TIEMPO