“Con palabras agradables y un poco de amabilidad se puede arrastrar a un elefante de un cabello”, dice un proverbio persa.
Invitar a la prudencia es muy conveniente cuando el paso de la verdad está cercado, por la burla, el ataque o el engaño. Y en ese esfuerzo para resguardar las propias ideas, la selección y la oportunidad de las palabras son determinantes.
Sí: hay palabras frágiles como huevos frescos; las acomodamos, unas junto a otras, de tal manera que no se lastimen, que no se quiebren, que mantengan su integridad. Algunas, siendo cándidas, pueden ceder por el peso de las demás, a veces más duras, más fuertes, y juntas causan estragos. Otras, en cambio, se tornan blandas, aun siendo rudas, porque a su lado van, como almohadillas, aquellas que amortiguan su efecto, y terminan, unidas, por ser aceptadas por la generalidad aun encerrando significados férreos.
En esa fusión casi infinita, aparecen también los tonos, que son esas cargas emocionales que alteran el significado de algunos vocablos, que son inofensivos si los examinamos solo en el diccionario. Sin embargo, el énfasis, la timidez, la euforia o la duda, en medio de esa carga sonora, salen a relucir modificando las definiciones generales, y todavía más si estas se acompañan con el lenguaje gestual: unos labios contraídos, un puño cerrado, una sonrisa espontánea, un dedo que señala, unos ojos adormecidos o una pierna cruzada. Todos los tipos de lenguaje, combinados a un mismo tiempo, crean nuevos significados.
Si evocamos la palabra “flor”, por citar un ejemplo, esta en sí misma alberga la belleza, la cortesía, la ternura, la luz y el color, entre una infinidad de sentidos. No obstante, si le añadimos el adjetivo “venenoso” (“flor venenosa”), inmediatamente se convierte en amenaza, en repulsa, en dolor y, en caso extremo, en muerte.
Las palabras son, definitivamente, flores o piedras. Y la suavidad o la dureza dependen del emisor, de quien aun sin proponérselo deja escapar los sentimientos que lo invaden, porque el ser humano no puede no comunicarse. Inclusive el silencio y la quietud constituyen algunas de sus formas: de ignorancia, sumisión, indiferencia, rebeldía o asentimiento, entre muchas otras.
Acerca de las impresiones, es bien sabido que los hombres de peso padecen de mayores heridas si pisan una piedra. Algunas ovaladas (como las piedras de río) lastiman menos; pero hay otras, muy afiladas, que cortan y rasgan, porque al fin y al cabo son piedras. Para los hombres livianos, estas (las palabras) pasan casi desapercibidas.
Todas, a pesar de los esfuerzos, siempre dejan huellas, marcas. Muchas son imborrables; otras tantas, atenuadas. Si se quiere retroceder una intención, luego de dichas (o de publicadas) exigen una tarea tan descomunal como recoger la gotas, una a una, que ha dejado un fuerte aguacero. Sin contar las redes sociales (para aminorar la aflicción), frente a un micrófono encendido o a una cámara en emisión, los mensajes sí que se multiplican indefinidamente en las palabras. Incontables son los receptores que estarán atentos a ellas, para atraparlas, repetirlas y tragarlas sin cuestionamiento alguno, para formar en ellos particulares maneras de pensar... de proceder. Y más todavía: para crear maneras de ser.
Las hay también volátiles, inconstantes, trilladas, como pétalos desprendidos que arrastra sin misericordia el viento, ya sin ninguna densidad significativa, a tal extremo que nadie las toma en cuenta. Muchas de estas, inofensivas, parecen suspendidas sobre nuestras cabezas, y quizás sea tarde cuando verifiquemos que son rocas: aplastarán.
Con vuestro permiso.
JAIRO VALDERRAMA
Universidad de La Sabana