Una mujer que desea ser madre, Belén, y el niño que ella termina adoptando en Colombia, Federico, son los protagonistas de la más reciente novela de Yolanda Reyes (Bucaramanga, 1959), Qué raro que me llame Federico.
Belén es española y trabaja como editora de libros para niños. Federico, pasados los años, se convierte en fotógrafo: no puede decir tan fácilmente de dónde viene o de dónde es (“¿Usted es el de España?”, le preguntan en Bogotá. “Si no fuera por el acento, habría jurado que era de por aquí”) y ha viajado a Colombia para averiguar por sus padres biológicos.
Desde la primera línea de la novela, “¿De dónde vienen los bebés?”, y de la respuesta que Belén quiere darle a Federico, “del deseo”, Reyes introduce lo que atraviesa y fractura a uno y a otro: la pregunta por el origen, en Federico, y el deseo de maternidad, en Belén, deseo que quizás es, antes que cualquier cosa, un deseo de cuidado. Cuidado del otro.
Los relatos de Belén y Federico van en contravía. El de ella se adentra en el futuro: Belén se imagina madre, imagina a una hija, primero, después a un hijo, imagina, siendo una preparación de lo que podría llegar con el tiempo. El relato de Federico, en cambio, quiere adentrarse en el pasado —quiere, pero no puede hacerlo siempre, entonces busca y busca más, indaga, indaga— y en ese querer adentrarse en el principio termina enfrentado a un problema narrativo: ¿cómo se puede contar una historia sin saber el comienzo? En palabras de Federico: “¿Cómo saber a dónde voy si no sé de dónde vengo, cómo nombrar esta memoria de un estado anterior a las palabras?”.
Belén intenta sosegar esa pregunta con “la historia del abrazo”: el momento feliz, según lo cuenta, en el que fue por Federico a un hogar infantil en Bogotá. Pero esa historia, en lugar de calmarlo, lo altera más: “Odié esa imagen que inventaste, corriendo yo feliz, en cámara lenta, como si fuera tan fácil decirte mamá, mami, mamita, de repente, y darte esos abrazos de las fotos, como si hubiera sido así, solo feliz… Mientras tú contabas la historia del abrazo, a mí se me pasaban películas distintas: con una misma historia se pueden armar tantas películas, de amor y de terror”.
El terror no solo pasa por la complejidad de ese primer momento en el que dos extraños deben empezar a verse como madre e hijo, ni tampoco por la dificultad de Federico de encontrar una narrativa para sí mismo. Como en Los niños, de Carolina Sanín (podemos decir que la de Reyes y Sanín son novelas hermanas), en Qué raro que me llame Federico el terror aparece en la forma de la burocracia. Leemos en los archivos de Federico, antes Fredi: “Menor declarado en situación de abandono. Desnutrición aguda… Desarrollo psicomotriz: debajo del promedio. Lenguaje: no se puede evaluar porque no habla. Observaciones: se muestra ausente, no responde cuando se llama por su nombre”. En la novela de Reyes, el terror es el dolor convertido en lenguaje burocrático.
En oposición a ese lenguaje están la poesía y el fragmento: las fotos habladas que empieza a capturar Federico durante su viaje a Bogotá. Dice: “Rescato cosas, pedazos rotos de las cosas”. Y también: “Hay fotos que no están y hay pedazos de fotos de lo que nunca estuvo ni va a estar: eso no sé cómo decirlo”. Para fortuna de sus lectores, Yolanda Reyes sí supo decirlo, y lo dijo hermosamente con esta novela.
GIUSEPPE CAPUTO