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La tragicomedia del último profeta judío

Jamás tuvo un oficio remunerado. Vivió de colectas, de andar quejándose entre sus conocidos.

Eduardo Escobar
Casi todos sus amigos, aun cuando debieron convertirse en adversarios, porque espantaba, reconocieron su inteligencia, mientras él creía que lo envidiaban. Quiso ser poeta. Escribió una novela a la manera de Sterne. Y cayó en la monomanía de deshilachar las relaciones económicas entre los seres humanos. Un padecimiento lo acompañó: los forúnculos. Y una pasión: el dinero que odiaba pero gastaba con gusto.
Leía, escribía, bebía, fumaba y holgazaneaba en los clubes de los intelectuales clandestinos. Y hacía hijos con irresponsabilidad asesina. Dos murieron temprano porque fue incapaz de cuidarlos ni siquiera con la ayuda del montepío. Le gustaban los chismes. Era injusto con quienes lo querían. Fue un nudo de rencores que desfogaba en panfletos. Como maestro pensó que sus alumnos eran estúpidos. Y lo son casi siempre hasta hoy.
Jamás tuvo un oficio remunerado. Vivió de colectas, de andar quejándose entre sus conocidos. Fue socio de periódicos que acababan en la quiebra. Y esperaba el fin del capitalismo en público y en secreto que su pariente Phillips el industrial de las bombillas le diera una mano. Descendiente de rabinos, el fin del capitalismo fue la forma que adoptó en él la proyección del apocalipsis. Que sus discípulos siguen aguardando bobamente, con indeclinable esperanza. El día cuando la sociedad mercantil se precipite en la confusión, que será solucionada con la abolición de la propiedad y el cumplimiento de la fraternidad universal. Su teoría copia la pesadilla de Juan de Patmos, que culmina en el advenimiento del reino de los cielos después del desastre que cancele la historia. También comparó la acumulación capitalista con el pecado original. Se entiende: rumió a fondo a Spinoza con los jóvenes teólogos alemanes. Aunque no sospechó que acabaría fundando una religión para distraídos, de mucho éxito como todas las tonterías y las canciones flojas.
Un ángel providencial llamado Engels lo salvó del hambre como a los profetas arcaicos un cuervo: el hijo de textileros achicaba la caja menor de su padre para mantenerlo. Mientras él les pagaba clases de piano a sus hijas, se permitía un secretario, mandaba a su mujer de vacaciones porque le parecía bien dada su condición, y le timbraba tarjetas de visita donde resaltaba su origen noble. Como cualquier burgués. Negado a enfrentar la vida ni siquiera agradecía bien los envíos del amigo. A juzgar por las cartas que se cruzaron este le aconsejó a veces que se empleara en una editorial, que diera clases, sabiendo que no tenía más remedio que aguantarlo. El parásito genial solo esperaba el acatamiento. Viviente entre nubes de humo, mugre y sillas de conde desvencijadas.
Su idea fija llenó la historia humana de infamias y de fracasos rampantes y nos concedió el dudoso don de algunos de los personajes más impresentables de la crónica del mundo, desde Lenin, Stalin, y Pol Pot hasta los lumpenguerrilleros que proliferaron en el siglo XX en todas partes enlodando su nombre. Pandillas de gánsteres sentimentales que creyeron hallar la clave del futuro en sus investigaciones monetarias. Pero no fue un mal tipo. Tampoco un filósofo. Y al final se extravió en la acción que es la forma segura de arruinar un ideal. Le dolería verse aún hoy al servicio de la mediocridad política, del desorden gratuito. Pero así les pasó a todos los profetas. Cristo justificó al papa Borgia y al padre Maciel.
Lo sacaban de quicio los marxistas. Yo no soy marxista, protestó. Mientras consideraba ir a vivir a los Estados Unidos de las siderúrgicas, los ferrocarriles, la electricidad, los buenos periódicos. Porque defendió la libertad de prensa y el progreso industrial que liberaría a los hombres del trabajo obligatorio y haría posible la globalización del mundo que deseaba. Se llamó Carlos Marx.
Eduardo Escobar
Eduardo Escobar
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