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Limonada de coco: La vida en el olfato

"El olfato era los demás sentidos, y era la luz, y era el corazón".

ALBERTO SALCEDO RAMOS
Anoche me imaginé recorriendo un bosque mágico donde era posible aspirar todos los olores que me habían marcado. A la entrada fui recibido por un ujier que tenía una venda en la mano. Antes de empezar la caminata –advirtió– debía cubrirme los ojos para que mi atención no se enfocara en las imágenes sino en los aromas.
-Aquí se trata de explorar el mundo con el olfato.
Justo en ese momento me olió a café. El ujier, al parecer, adivinó mi intención de pedirle una taza, pues me aclaró que allí tampoco estaba permitido paladear ni tocar. El silencio profundo que percibí a continuación, cuando el tipo me dejó solo, seguramente obedecía a la misma lógica: ningún sonido debía distraerme. El único órgano sensorial invitado al viaje era la nariz.
Entonces, sin más preámbulos, comencé la excursión.
Al principio solo percibí ciertos aromas de cocina que fueron habituales durante mi infancia: pimientos sofritos, arroz con coco, berenjena rellena, conserva de guayaba. Todas esas fragancias me devolvieron rostros del pasado que ya se me habían desdibujado. Volví a ver a una empleada doméstica que tarareaba boleros mientras lavaba los platos. Luego vi a un tío abuelo al que le encantaban los pasteles de cerdo, a dos vecinas ancianas que jamás se quitaron el luto y a una prima que bailaba mambos abrazada a un palo de escoba.
De pronto descubrí que al perseguir la estela que dejaban aquellos olores iba haciendo reaparecer en mi memoria la vieja casona de mis abuelos. Primero emergió la sala de baldosas ajedrezadas; después, el largo corredor con habitaciones a los lados. Una vez la edificación estuvo completa reconocí el bullicio familiar de sus terrazas.
En uno de los pasillos se sintió un olor a talco perfumado. El sendero trazado por ese efluvio me condujo hasta la alcoba de mi abuela. Allí estaba ella empolvándose el cuello. Cuando reapareció su tocador sentí un aroma a cedro añejo. Abrí las gavetas para que circulara de nuevo el tiempo estancado dentro de ellas.
Salí al patio. Allí me olió, sucesivamente, a pasto recién cortado, a humo de leña, a hojas de almendros y a estiércol apisonado. Esos olores les dieron vida, como en un conjuro, a otros seres ausentes: un tío sudoroso que regaba las matas, un peón que domaba a un mulo.
Al avanzar por el bosque encantado reencontré otros olores entrañables: vegetación de ciénagas, anís de bailes públicos, nuca de mujer amada. Entonces descubrí que estaba viendo con el olfato una película sobre mí mismo. En ese punto me olió a libro viejo. Era el diccionario de sinónimos de Fernando Corripio, así que tomé el atajo de las palabras: Olfatear es aspirar, aspirar es desear, desear es buscar, buscar es indagar, indagar es rastrear, rastrear es viajar.
Y eso, viajar, fue lo que seguí haciendo por aquel bosque asombroso. Me olió a mandarina, es decir, oí parloteando a una amiga que ama esa fruta; me olió a lápiz, es decir, vi a mis hijos dibujando. El olfato era los demás sentidos, y era la luz, y era el corazón.
Alberto Salcedo Ramos
Para CARRUSEL
ALBERTO SALCEDO RAMOS
icono el tiempo

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