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'La sociedad colombiana es la verdadera ganadora': Pécaut

Hay incertidumbres sobre el posconflicto, pero no son motivo para dejar de festejar.

Daniel Pecaut
Hay muchas razones para celebrar el acuerdo de La Habana y no es exagerado decir que el acontecimiento es histórico.
El éxito tiene que ver sin lugar a dudas con múltiples factores: el debilitamiento militar y político de las Farc, la convicción de una gran parte de las élites dirigentes de que es ilusorio terminar con ellas a través del uso exclusivo de la fuerza; la exasperación de la población civil, entre la cual se recluta la mayor parte de las víctimas y que cada vez soporta menos el dominio de los grupos ilegales; los apoyos internacionales: tanto los de Cuba como los de Estados Unidos y el Vaticano.
Pero el éxito tiene que ver igualmente con la voluntad constante del presidente Santos y con el profesionalismo de los negociadores gubernamentales –entre los cuales se encuentran altos mandos de la Fuerza Pública retirados y en actividad–, que, a diferencia de lo que ocurrió en anteriores procesos de paz, han mantenido un rigor constante, al abrigo de una opinión supremamente versátil. El mismo homenaje debe ser rendido, es probable, a algunos de los negociadores de las Farc y a sus consejeros.
Si se considera el documento final, se puede llegar a la conclusión de que la guerrilla tiene importantes motivos simbólicos de satisfacción: el hecho de que se considere que el conflicto armado comenzó con el nacimiento de las Farc “hace medio siglo”, la primacía de sus orígenes agrarios, su carácter político permanente cualesquiera que hayan sido los ‘deslices’ y los ‘abusos’. Por lo demás, las Farc pueden enorgullecerse de otra conquista simbólica que está lejos de ser secundaria, como es el hecho de no haber sido obligadas a admitir su parte de responsabilidad en la degradación de la guerra.
En contrapartida, el Gobierno obtuvo de las Farc concesiones esenciales. Entre las más notables está su renuncia a exigir el cambio del modelo económico y la convocatoria inmediata de una constituyente que, bajo pretexto de confirmar y de concretizar las medidas previstas en el acuerdo, habría abierto la posibilidad de una nueva discusión de conjunto.
La Corte Constitucional estableció una manera de ‘blindar’ las cláusulas convenidas. De la misma manera, el Gobierno solo otorgó una presencia reducida y temporal a la guerrilla en el Congreso, a la espera de que ella misma dé muestras de su capacidad para conquistar electores.
En otro sentido, la sociedad colombiana aparece realmente como la verdadera ganadora en los compromisos que las dos partes pueden enorgullecerse de haber elaborado sobre los asuntos más delicados.
En particular, contrariamente a lo que afirma la oposición, los responsables de los crímenes graves no estarán cubiertos por una supuesta impunidad. La instauración de un sistema de justicia transicional, que va a permitir a los autores de los crímenes beneficiarse de penas convenidas desde el momento en que reconozcan su implicación, satisface los criterios actuales de la justicia internacional de acuerdo con la opinión de la mayor parte de los expertos.
Los miembros de las Farc no serán, por lo demás, los únicos que pueden aprovechar esta justicia, ya que abarca también a todos los que, de una manera o de otra, tienen algún tipo de culpabilidad.
Los conflictos internos, sobre todo tan prolongados y tan marcados por tantas atrocidades, no pueden pasar por la justicia ordinaria. Lo que está en juego es nada menos que la posibilidad de la paz. Desde este punto de vista, raros son los ejemplos internacionales de salida de los conflictos en los que un acuerdo final haya sido presentado con tanta minucia.
Más allá de la ratificación del plebiscito y de las gestiones que conducen al desarme de la guerrilla, la larga marcha hacia las transformaciones previstas apenas comienza. Otras dificultades se seguirán presentando.
La aplicación del acuerdo supone recursos financieros muy elevados, empezando por la indemnización de las miles de víctimas, y por el proyecto de modernización de la agricultura, en un momento en que la economía se encuentra en proceso de desaceleración.
El crecimiento reciente de la superficie de los cultivos ilícitos representa una amenaza temible para la posibilidad de poner término a los fenómenos de violencia y a la presencia regional de redes mafiosas. La corrupción bien podría seguir prosperando. La falta de acuerdos con el Eln es otro tema de preocupación. Todas estas son circunstancias que ofrecen a algunos de los futuros desmovilizados la oportunidad de reintegrarse a los rangos de otros grupos ilegales o de la delincuencia ordinaria.
Sin embargo, el desafío es aún mayor. La continuación del conflicto armado no ha impedido, sino todo lo contrario, la acentuación de la concentración de la tierra y el crecimiento de las desigualdades. Estos son problemas estructurales que podrían favorecer movimientos sociales vigorosos, que las instituciones están poco habituadas a canalizar. La paradoja es que el conflicto armado ha coexistido con el inmovilismo social, ya que el terror se convirtió en obstáculo para la expresión normal de las reivindicaciones.
Todo esto para resaltar la magnitud de los problemas a los que el gobierno actual, y los que vendrán después, deben enfrentar. El pasado ha mostrado las resistencias a las cuales los cambios pueden dar lugar. Y estas resistencias son más temibles aún que un regreso de la guerrilla a la “combinación de todas las formas de lucha”.
Hacer referencia a las incertidumbres del posconflicto implica, pues, mantener una prudencia elemental. Pero no es motivo para abstenerse de festejar este momento. Muchas cosas, hasta ahora inimaginables, se han vuelto posibles.
Daniel Pecaut
Especial para EL TIEMPO
Daniel Pecaut
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