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El final del túnel

Lo que sucedió en Centroamérica habrá de ocurrir en Colombia: cambiar las balas por los votos.

Sergio Ramírez
Gracias a Gabriel García Márquez, en Colombia las exageraciones se volvieron normales, y por eso no sorprende decir que el país ha vivido una guerra continua que supera el medio siglo. Si lo pusiéramos en los propios términos del nobel, sería la guerra de los veinte mil días, y el coronel Aureliano Buendía, que peleó en una más modesta que la historia patria llama de los Mil Días, hubiera visto la duración de esta otra con desmedido asombro, al igual que el número de víctimas que ha dejado: 260.000 vidas humanas sacrificadas.
No es una guerra solo entre dos bandos, liberales y conservadores, como la del coronel Aureliano Buendía, sino toda una maraña de escenarios y actores, en la que a lo largo de las décadas han entrado y salido liberales y conservadores, claro que sí, y ejércitos guerrilleros, unos marxistas ortodoxos y otros heterodoxos, y paramilitares y narcotraficantes, en lucha contra las fuerzas militares de un Estado que no pocas veces resultó desdibujado y llegó a perder el control de vastas zonas rurales.
En visitas recientes que he hecho a Cali y Bucaramanga, por motivos de mi oficio literario, el asunto de los acuerdos de paz no ha faltado en las conversaciones, en los debates ni en las entrevistas de prensa, y lo primero que he dicho a todos es que si yo fuera colombiano, votaría por el ‘Sí’.
Tomé como referencia mi propia experiencia respecto a los acuerdos que pusieron fin a las guerras que tantas muertes, daños y sufrimientos causaron en la década de los ochenta en Nicaragua, El Salvador y Guatemala; guerras que de diversas maneras envolvieron también a Honduras y Costa Rica.
Los compromisos alcanzados fueron similares en cuanto a sus bases, e incluían el desarme de las fuerzas insurgentes, su incorporación a la vida civil y el derecho a organizarse como partidos políticos. Es lo mismo que, con sus propias particularidades, deberá ocurrir en Colombia: cambiar las balas por los votos.
Y la paz se logró en Centroamérica porque no había solución militar al conflicto. Las fuerzas insurgentes, de derecha e izquierda, no podían ser derrotadas por las armas, y como no se trataba de una rendición en la que el vencedor impone sus términos, en la mesa de negociaciones las partes tuvieron que hacer concesiones mutuas.
Es más compleja la guerra colombiana que la centroamericana, porque el narcotráfico no había aún metido sus garras tan a fondo en la región como ahora, y por tanto, no llegó a financiar armar ni bandos, ni a involucrarlos en el negocio de la coca. En ese caso, la solución se habría complicado hasta extremos impredecibles.
Lo que más se discute en Colombia es el asunto de la impunidad: quiénes pagarán por los delitos cometidos durante la guerra y quiénes no. Sin embargo, los acuerdos establecen un sistema de justicia transicional con penas diferenciadas para delitos confesados y no confesados, y excluye los crímenes de lesa humanidad que son referidos al Estatuto de Roma, es decir, serán juzgados por la Corte Penal Internacional de La Haya.
Un avance, porque al alcanzarse la paz en Centroamérica, la responsabilidad por los crímenes nunca quedó explícita en los acuerdos ni se tomó en cuenta a las víctimas ni a sus deudos, como sí ha ocurrido durante el proceso de negociaciones en Colombia.
Héctor Abad Faciolince, mi amigo escritor que tiene toda la autoridad moral del mundo para hablar de este tema porque su padre, el doctor Héctor Abad Gómez, defensor de los derechos humanos, fue asesinado por paramilitares en 1987 en una calle de Medellín, de donde resultó un libro ejemplar, “El olvido que seremos”, ha escrito recientemente un artículo que termina con una frase lapidaria:
“La paz no se hace para que haya una justicia plena y completa. La paz se hace para olvidar el dolor pasado, para disminuir el dolor presente y para prevenir el dolor futuro”.
Él votará por el ‘Sí’.
 
Sergio Ramírez
Sergio Ramírez
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