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¡Imposible secar el llanto, imposible parar los besos!

Óscar Figueroa logró su segunda medalla en JJ. OO., la primera fue de plata en Londres.

Óscar Albeiro Figueroa Mosquera no pudo levantar los 179 kilos de la palanqueta; intentaba hacerlo para redondear una noche mágica en Río de Janeiro, en sus Juegos Olímpicos esperados, en los que quería brillar como la medalla de oro que se colgó minutos más tarde en el podio.
Cuando se dio cuenta de que el peso era imposible de levantar, se tiró al piso, comenzó a llorar de manera incontenible; las lágrimas no paraban de correr por su rostro, miró a la tribuna, emocionado, y entonces se dio cuenta de que miles de compatriotas gritaban y celebraban su hazaña, por la que había luchado hace 21 años, cuando comenzó a alzar pesas. Su corazón latía a mil por hora, se le quería salir del pecho, y no era para menos: había alcanzado la gloria.
El tablero mostraba que Figueroa, con el tricolor al lado, había levantado 318 kilogramos, 142 en arranque (dos más que en Londres 2012, donde se colgó la de plata) y 176 en envión, a uno del récord olímpico que sigue en su poder. La plata fue para el indonesio Eko Yuli Irawan, con 312, y el bronce, para Farkhad Kharki, de Kazajstán, con 305.
Mientras en el pabellón dos de Riocentro, en Río de Janeiro, el grito de “Colombia, Colombia, Colombia” se escuchaba cada vez más fuerte, Figueroa se quedó varios minutos en la plataforma; no quería alejarse de ella, quería disfrutar ese instante eterno.
De un momento a otro se paró, se dirigió hacia el costado derecho de la palanqueta y besó los discos que lo llevaron a una victoria sublime, al triunfo más importante de su carrera deportiva, por el que se ha sacrificado. Figueroa no paró de llorar, ni de dar besos. También hubo uno especial para la palanqueta.
Segundos después, mientras el público no dejaba de corear su nombre, este pequeño hombre de un metro y 59 centímetros hizo otro movimiento: se zafó las zapatillas y se las quitó; eso en las pesas significa dejar el deporte, irse del mismo, y así es: después el propio Figueroa lo confirmó. Se retira por lo alto. Toda esa atmósfera aumentó su emoción porque sabía que estos eran sus últimos Olímpicos.
A su derecha, a la entrada del camerino, lo esperaba su DT, Oswaldo Pinilla, con quien nunca habló durante la competencia.
Es que nosotros, una vez él inicia sus movimientos, no hablamos, solo nos entendemos a señas”, recordó Pinilla.
Lo abrazó, le dio las gracias por todo el apoyo, porque Figueroa lo considera como un padre.
Luego, el turno fue para el asistente, José Oliver Ruiz, quien fue pesista y lo recibió en sus brazos; los dos lloraron.“Es que no paraba de llorar, por eso no sé en ese instante qué me decía”, afirmó Ruiz.
Más adentro se encontró con algunos de sus compañeros y lo único que decía era: “Lo logramos, lo conseguimos, gracias a Dios”.
Los colombianos que lo acompañaron se emocionaron tanto como él. También sufrieron y lloraron de alegría. Una vez se bajó del podio se dirigió a donde estaban algunos de ellos y les ofreció la medalla.
Desde que recibió el metal dorado clavó su mirada en él, no lo perdió de vista en ningún momento, lo besó con la misma alegría con la que besó los discos y la palanqueta; lo lucía con orgullo, como cuando se puso por primera vez el vestido militar.
Ahora, Óscar Figueroa irá a Cali, la ciudad donde se formó, y en su casa pondrá esta medalla de oro al lado de la de plata que consiguió hace cuatro años en Londres. Seguro que ese día la volverá a mirar fijamente, recordará ese momento feliz, su gran esfuerzo, su alegría, sus lágrimas, y la besará de nuevo y volverá a llorar.
LISANDRO RENGIFO
Enviado especial de EL TIEMPO
En Twitter: @LisandroAbel
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